Postales del Tirol

     Quizá sea el aire de la montaña, pero lo cierto es que cambiar Viena por Tirol le lleva a uno a curiosas reflexiones.

Para A. y J.L.

24 de Julio.- Me levanto por la mañana. Miro por la ventana de la habitación del hotel y, frente a mí, está el majestuoso panorama de los Alpes. El bosque denso y de color verde oscuro, el cielo azul intenso. Los pájaros.

Me viene a la memoria Ötzi, el hombre de los hielos.

Recordará el lector que, hace unos años, el cambio climático sacó a la luz el cadaver perfectamente conservado de Ötzi, un hombre de la prehistoria que tenía cuando murió más o menos la edad que yo tengo ahora pero que, a diferencia de lo que a mí me pasa, había entrado ya en la tercera edad.

Ötzi fue despachado al otro barrio en un crímen sin testigos y que, seguramente, no llegó nunca a esclarecerse. Por lo que parece, Ötzi era chamán, una especie de médico ambulante. En esta zona del mundo, cuando vivía Ötzi, el espacio estaba muy compartimentado. De valle a valle, había una pared de piedra que había que pasar por donde costaba menos trabajo (un paso que estuviera a una altura menor que resto); eso no significaba que fuera fácil.

Ahora sí que lo es: por serpenteantes carreteritas entre densas y frescas arboledas, pasan los coches. Cuando ante tí se alza una montaña, hay un túnel. El coche pasa limpiamente por debajo. A Ötzi le hubiera llevado quizá varios días. En el siglo XXI, gracias al Sr. Alfred Nobel, dura apenas unos minutos.

Cuando realizo los rituales matinales cotidianos bajo a desayunar.

En el comedor tengo, junto con mi acompañante, una mesa asignada. El comedor es bonito y agradable. Cálido, pacífico y cómodo. Los camareros son amables. Mientras mi compañía va a por un café yo pienso en el coronavirus (en qué si no). Pienso en lo cotidiana que se ha vuelto una situación que, al principio, nos parecía tan extraordinaria. De alguna manera, el coronavirus ya no es noticia. Ya no tanto como en marzo. O se ha convertido en un tema, un afluente que ayuda a engrosar ese río de noticias que nos llega todos los días. A veces está bien (hoy no, hoy no está bien) y a veces…Pues eso: como hoy.

Viviendo en Austria, me viene a la cabeza la segunda guerra mundial. Y Sonrisas y Lágrimas. Al principio de la película, sale un rótulo. Algo así como que toda la historia sucedió en los últimos días dorados de los treinta. Calificar los años treinta de dorados (aún en Salzburgo) es un poco una licencia poética, claro. Porque los treinta fueron una década bastante fastidiada. En Salzburgo y en todas partes. Aunque claro, en 1965, comparando con la segunda guerra mundial, los treinta les debían de parecer Disneylandia.

Pienso en el coronavirus y pienso en la segunda guerra mundial y pienso en si 2019 nos parecerá a todos algún día „los últimos años dorados de la década de los diez“.

Claro: todo es bueno o es malo dependiendo del punto de comparación.

Llegados a este punto, estoy seguro de que todos mis lectores, estando alojados en hoteles, han hecho lo que yo estoy a punto de hacer.

Como estoy solo -¿Cuánto tiempo puede durar ponerse un café?- me entretengo en imaginar las relaciones entre las personas que se sientan en las mesas contíguas. Dependiendo del caso, es un juego fascinante.

Mis vecinos de mesa, por ejemplo, son muy estimulantes.

Se trata de tres hombres que deben andar por los treinta y una mujer que empieza a ser anciana. Dos de los hombres son pareja, claramente -la gente que comparte cuenta de Netflix desarrolla un lenguaje corporal difícil de ocultar- el otro hombre joven quizá sea un amigo, pero la relación que tenga con ellos la mujer mayor es para mí lo más misterioso de todo.

Tendrá más o menos setenta años y, sin ser guapa, sí que es bastante atractiva. Una mujer con mucho carácter que, para nada, se viste como las ancianas de por aquí (pantalones anchos y rebecas). Ayer, por ejemplo, a la hora de la cena, llevaba un vestido blanco y azul, recto, con falda un poco por debajo de la rodilla, con un collar de bolas de plástico muy blanco que resaltaba muy bien contra su piel morena. Lleva el pelo corto, de su color natural (o sea, gris).

Los tres hombres y ella hablan alemán (les he oido hablarlo con los camareros) pero entre ellos hablan en un idioma desconocido.

El idioma en que hablan provoca un cierto debate entre mi acompañante y yo. Mi compañía dice que es polaco, pero yo creo que es sueco. El polaco suena como el portugués y no. Les he escuchado decir lo único que sé en sueco („intebró“) que es lo único que mi amiga Gema, que hizo un Erasmus en Suecia, me enseñó. Pero no estoy seguro.

Naturalmente, me moriría por preguntarles.

Mi imaginación vuela. Pienso de pronto si no serán un grupo de Hackers preparando una operación secreta. Quizá la mujer mayor es la jefa de la banda y los otros son sus secuaces (aunque se ríen mucho, se nota que ella tiene mucho carácter y mucho ascendiente sobre ellos). O a lo mejor ella es una productora discográfica famosa en Suecia, y ellos un grupo musical al que va a lanzar especializado en fusionar el rap con el folklore sueco. Vete a saber. Todas mis hipótesis se enfrentan contra el muro de la incomprensión del idioma. Es la misma curiosidad que sentía cuando llegué a Austria y que me llevaba a querer aprender el idioma para poder leer libros y saber.

Estoy seguro de que durante la segunda guerra mundial, incluso en medio de aquel cisco, a la gente le terminó pasando como a mí en medio de esto del coronavirus. Después de todo, la vida sigue ¿No? El ser humano es y será siempre el ser humano. En tiempos de Özti, en tiempos de Hitler y…Y bueno, ahora también.

A los pocos momentos de llegar a esta conclusión, me toca el turno de levantarme a por un café.


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