CAPÍTULO 3 : !Pronto ! Una cartilla para aprender a leer

En donde se explica por qué tuve que aprender a toda velocidad (lo cual no significa que aprendiese a leer a disgusto).

¿Pero qué invento es esto? Para saber qué pasó antes, quizá debieras pinchar en estos links.

Prólogo, Capítulo 1, Capítulo 2

2 de Julio.- En aquella España que empezaba a salir del franquismo, mis padres, entonces dos personas jóvenes, tenían dos cosas claras: una, que eran pobres (trabajadores) y dos, que la única manera que sus hijos iban a tener de aspirar a una vida más parecida a la de los ricos era la educación.

Así pues, buscaron lo mejor que podían permitirse, que era el Colegio Castilla (privado entonces, concertado después).

Era un establecimiento que Don Luis Hernández García, había puesto en unos sótanos (algo lóbregos) de apariencia tan humilde como los hijos de su clientela.

(Quédese el lector con este nombre, porque de Don Luis hablaré más tarde en esta historia y desempeñará un papel importante).

En aquella época, en aquel suburbio gris y polvoriento de Madrid, tampoco había demasiadas alternativas para que los pobres desasnaran a sus hijos, las cosas como son. De manera que, en mis últimos tiempos en el parvulario (ver capítulo anterior) mis padres se acercaron a la escuela y Don Luis, con sus ademanes imponentes (y algo desagradables) de médico privado les informó de que, en principio, no habría ningún problema para que empezase primero de EGB en octubre de 1981, siempre y cuando supiese leer.

Recuerdo perfectamente la pregunta de Don Luis, hecha en aquel despachito atestado de papeles en donde yo, años después, hice varios exámenes de francés:

-Y el niño -mirada jupiterina al infante modosito y amedrentado- ¿Sabe leer?

No, no sabía. Gran problema.

Aquí, me va a permitir el lector que emule a don Antonio Gala y diga que mi madre, durante aquel verano, me dio la vida por segunda vez. La primera, había sido en el paritorio de la Ciudad Sanitaria La Paz. La segunda, en la sala de estar de mi casa delante de aquella cartilla que se compró para que yo aprendiera a leer y pudiera empezar el curso. Cartilla que utilizó para enseñarme las primeras (y más sabrosas) letras.

Ma, me, mi, mo, mu. Mi mamá me mima. Mi mamá me ama. Amo a mi mamá.

Cada día hacíamos dos hojas de aquella cartilla. Al principio, claro. Luego, más. Y más. Y más. Aprendí a leer sin ninguna dificultad. Yo no tardé en cansarme de aquellas tonterías de la mamá y la pipa y quise más. Un mundo nuevo se abrió ante mí y empezó una historia de amor con las letras que dura desde entonces.

Una euforia lectora me invadió. Con la práctica, cogí velocidad y de las cartillas y los cuentos pasé a leerlo todo con una sed insaciable.

Naturalmente, el haber comenzado tan pronto tuvo algunos efectos secundarios, no del todo deseables. En primer lugar, mi vocabulario se expandió como un incendio por un campo de rastrojos. Me encantaba (y me encanta) conocer nuevas palabras, saborearlas, pesarlas, decirlas, escribirlas. Si leo un texto y no sé lo que significa una palabra, corro a ver qué quiere decir (internet lo ha puesto fácil, pero antes tenía el DRAE). Mi pasión también se extiende a las etimologías y a las derivaciones. Esto, claro, es una manera un poco eufemística de decir que me convertí en un niño (me temo) muy redicho y aún hoy, si encuentro alguna palabra cuyo sonido me gusta, me cuesta mucho resistirme a usarla, aún si es rebuscada.

Otro efecto indeseable que se produce, casi sin excepción, en todos los niños que han sido lectores precoces, es que me convertí en lo que suele llamarse “un comprensivo patológico”. La lectura, sobre todo a edades tempranas, hace que aumente salvajemente la empatía. Lo cual, en según qué situaciones, resulta un engorro, porque te priva del recurso de enfadarte con la gente incluso cuando tienes suficientes razones para hacerlo.

A lo largo de mi vida, como le sucede a todo el mundo, me las he tenido que ver con algunos indivíduos de esos que, cuanto más los conoces, más quieres a los dragones de Komodo. Sin embargo, mi reacción natural es primero, la paciencia, y luego encontrar disculpas, incluso a comportamientos que no la tienen. Lo cual, como contaré a su debido tiempo, me ha hecho víctima de algún que otro psicópata.

Llegado septiembre, mis padres acudieron a la cita con Don Luis, para firmar la matrícula y, supongo, depositar el primer pago de una carrera educativa que, hasta por lo menos el instituto, fue bastante exitosa (cuando llegue a la universidad, si llego, ya contaré cómo esa brillantez se transformó en grisura). Con mi madre delante, nerviosa, Don Luis comprobó (no me acuerdo con qué texto) que aquel niño de seis años ya no era analfabeto como algunas semanas antes.


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