vendedor de arboles de navidad

Cuento de navidad en Viena (y 3)

vendedor de arboles de navidadUno de los rasgos más característicos de las casas de vecinos vienesas es un espeso silencio. Alguna que otra vez se rompe, como al final de nuestro cuento de navidad.

Este es el primer capítulo y este es el segundo

26 de Diciembre.- Uno de los rasgos más característicos de una casa de pisos en Viena es el silencio. En otros lugares quizá pase menos, pero en Viena las puertas parecen no querer ser abiertas. Como si pensaran que todo lo que dejen escapar podría ser utilizado en contra de los habitantes de la casa. En otros lugares, subiendo por la escalera de una casa quizá se oigan voces de niños, cantos de canarios encerrados en jaulas, el ruido de una chuleta cayendo en una sartén untada de aceite, una televisión voceando historias de famosos o una radio pero cada puerta cerrada, en Viena, nos recuerda que la vida de los demás es un misterio sobre el que, con frecuencia, realizamos juicios demasiado concluyentes.

En Marzo del año en que sucede mi historia corrió por el mundo una pandemia y, con la excusa de protegerse del virus, las puertas se hicieron más ceñudas e insistieron con más contumacia en ocultar sus secretos.

Al principio, Theresia Uhl no comprendió bien lo que sucedía, pero el instinto la condujo a llevar una vida aún más retirada. Como un animal se dispuso a pasar un largo invierno de aislamiento. Apenas notó cambios.

En Mariahilferstrasse, sin embargo, las tiendas cerraron y la convivencia entre Claudia y David se hizo mucho más asfixiante. De una manera que Claudia no hubiera podido explicarse su relación se había ido deslizando por una pendiente en la que cada día era más extraño que el anterior. Privado del precario flujo financiero que conseguía en trabajos de ocasión y que solo buscaba cuando las circunstancias financieras bordeaban la catástrofe, David ingresó en una especie de apatía de la que ya no le sacaban ni las insensatas esperanzas de que surgiese en su vida un milagro.

Desde que era niño vivía convencido de que algún día sería famoso pero salvo su físico imponente carecía de cualquier tipo de constancia a la hora de ejercer los talentos con los que la naturaleza le había dotado. También los amigos se apartaban de él, una vez descubrían que David se las arreglaba siempre para huir de la realidad (o, simplemente, para huir) en el momento menos conveniente.

Durante aquellos meses, de incertidumbre y pobreza, Claudia trataba de entender a su novio e incluso, en la medida de sus posibilidades que, como sabe el lector tampoco eran muchas, trataba de darle consejos. Solo servían para que él se ofuscase todavía más.

Los objetores de conciencia de Essen auf Rädern iban trayendo todos los días la comida a la Sra. Uhl y, con la misma constancia, los muebles y los pocos enseres de valor iban desapareciendo del piso de Claudia y de David. Bastaba poner un anuncio en Facebook o en Willhaben para que un par de decenas de euros permitiesen financiar un bote de requesón rico en proteínas (David las necesitaba, según él, para mantener su musculatura) o un cartón de fideos chinos que llenaban el estómago hasta la próxima vez.

Cuando solo quedó un colchón con la ropa justa para no morir de frío y un ordenador portátil viejo, Claudia y su novio se convirtieron finalmente en dos náufragos agarrados a una tabla tan precaria que amenazaba con hundirse en cualquier momento.

El día 24 de Diciembre de aquel año, por la mañana, Claudia se despertó y no encontró a David durmiendo a su lado. Recorrió la casa oscura y fría sin encontrar ni rastro de aquel hombre. Sus paseos por el piso se hicieron más y más lentos. La luz se fue apagando, lo mismo que los ruidos de la calle. La vivienda se quedó totalmente a oscuras y, a eso de las nueve, mientras en casi todas las demás casas del barrio se celebraba la nochebuena con diez personas como máximo (sin contar a los niños) Claudia comprendió por fin que David se había marchado, si no para siempre, por lo menos sí hasta que le volviera a apretar el hambre. Hambre física o, peor aún, hambre de tener a alguien que escuchase sus delirios de grandeza. Quizá se había marchado a casa de su madre, en Salzburgo (!Cualquiera sabía de dónde había sacado el dinero para el billete, ni cuál de los momentos en los que ella había ayunado para que él lo comiera le había dado alas para que volase del nido!). El caso es que estaba sola.

Claudia se encontró de pronto sumida en una especie de estupor, incapaz de penetrar la niebla de lo que le estaba pasando. Dando vueltas como un animal acosado, su mente solo podía pensar en la vergüenza de tener que llamar a su familia en España para que la rescataran de alguna manera que no se le alcanzaba. La vergüenza de tener que contarlo todo y, al contarlo, tener que revivirlo todo.

Cuando estaba a punto de empezar a compadecerse de sí misma, escuchó, al otro lado de la pared, un llanto.

Le tomó algunos segundos darse cuenta de que no era el suyo. El ruido subía y bajaba. A ratos, parecía agudo, como de un niño. A ratos, la frecuencia indicaba un dolor profundo. Un dolor que solo podía ser físico.

Quizá para olvidarse de su propio dolor o quizá obedeciendo a un impulso de ayudar que era una de sus reacciones más típicas, Claudia se quedó quieta para escuchar mejor. El ruido venía del piso de al lado, de donde vivía „la bruja“ (David la llamaba „die Hexe“ porque ella, un día que a él se le ocurrió no dejarla pasar primero en el ascensor, le había dedicado una serie de epítetos tan anticuados como contudentes que no dejaban lugar a dudas sobre sus sentimientos).

Claudia tuvo un escalofrío y pensó si „la bruja“ no se estaría muriendo. Tuvo miedo. Necesitaba moverse y se movió. Se echó una chaqueta por encima y salió al descansillo de la escalera. Solo encontró el misterio usual de cuatro puertas ceñudas. Tres cerradas y la suya entreabierta a la oscuridad de su piso.

Se acercó con cuidado a la puerta de Theresia Uhl y pudo escuchar claramente el llanto. Dentro de la casa sonaba una música ténue de arpas con un villancico que Claudia no pudo identificar.

La chica llamó a la puerta. Al principio tímidamente. Luego, con más decisión. Cesó el llanto. Pero solo por un momento.

Geht sie besserer? – preguntó Claudia (y los huesos de Goethe se removieron en la noche fría de su tumba).

La falta de respuesta hizo que, de pronto, toda la avalancha de su soledad, los nervios acumulados de todo el día y, por qué no, una especie de desazón animal, se resolvieran en una fuerza desconocida, en una iluminación que le dijo que Theresia Uhl ni estaba bien ni estaba „besserer“.

El enfermero de urgencias que me contó la historia me explicó que la anciana había tenido la mala pata de que se le rompiera la cadera la misma noche de nochebuena. En el descansillo no había nadie más y, si no hubiera sido por Claudia, la mujer quizá hubiera muerto sola, deshidratada, como suele suceder incluso en las ciudades con mayor densidad de edificios de estilo historicista por kilómetro cuadrado.

Desde aquel momento, las dos mujeres se habían hecho inseparables. En cierto modo el carácter autoritario de la anciana casaba bien con el carácter sumiso de la española. O quién sabe si fue porque, casi al mismo tiempo que Frau Uhl se enteró de que iba a recibir una flamante cabeza de fémur de titanio, Claudia se había enterado de que estaba embarazada.

Visto lo visto, no parecía que el padre fuera a servir de mucha ayuda.


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