Desde Frankfurt hasta Ibiza pasando por Mauthausen (y 2)

Saturnino Navazo, un futbolista español, salvó en el campo de trabajo de Mauthausen a un niño que terminó siendo el rey de Ibiza. Esta es su increíble historia.

La primera parte de esta historia está aquí.

22 de Febrero.- Como escritor, periodista a ratos, muchas veces pienso en la cantidad de historias extraordinarias que se quedan sin contar. Yo estoy convencido de que las historias van sueltas por ahi, como animalitos, esperando unos oídos que se enamoren de ellas, las mimen, las perfilen. Sucede también que a veces las historias necesitan un empujón que las saque a la luz. Esta que empecé a contar el sábado no hubiera sido de dominio público sin una persona que ni Siegfried Meir ni (mucho menos) Saturnino Navazo, hubieran podido soñar en conocer: el cantante franco-griego Georges Moustaki.

Quizá alguno de mis lectores más talluditos tenga la imagen de George Moustaki como la de un hombre maduro de barba blanca que cantó un dúo improbable con Ángela Molina, en los ochenta. Moustaki, una institución en Francia, fue amigo en la posguerra de Siegfried Meir.

Eran tan parecidos físicamente, que mucha gente los tomaba por hermanos.

Después de la guerra, Siefried Meir, como le sucedió a otra mucha gente, se esforzó en sobreponerse al trauma que había sufrido en Auschwitz y en Mauthausen tratando de olvidar. Sin embargo, como Georges Moustaki pudo ver, el trauma seguía ahí, inmune a los esfuerzos de Siegfried Meir, en forma de emociones que no terminaban de encontrar una salida. Por ejemplo, Meir se sentía mal cuando escuchaba a alguien hablar en alemán cerca de él (la que había sido la lengua de su infancia, que había olvidado) y también Georges Moustaki descubrió conversando con él que sentía mucho odio por sus padres biológicos. El padre de Siegfried Meir, un judío rumano, siempre le decía que no les pasaría nada, porque Dios les protegería. Meir se sentía defraudado por Dios y por él.

Georges Moustaki tardó mucho tiempo en convencer a Siegfried Meir de que iniciara una investigación sanadora. Esa investigación cristalizó en un libro de memorias: Mi Resiliencia. Y gracias a él, podemos seguir nuestro relato en donde lo dejamos.

Al final del anterior capítulo de esta historia, habíamos dejado a Siegfried Meir exangüe, inconsciente, entrando en los brazos de un salvador anónimo por las severas puertas de piedra del campo de exterminio de Mauthausen, en enero de 1945. Saturnino Navazo trabajaba en las cocinas del campo, pelando patatas, y entretenía su cautiverio, junto con otros prisioneros, jugando al fútbol los domingos.

Cuando Siefried Meir llegó al campo de concentración, tuvo que pasar por el pelado ritual. Sin embargo, el niño, quizá guardando un útimo riesgo de rebeldía animal, en cuanto vio acercarse al peluquero o esquilador se batió con todas sus fuerzas y empezó a gritar, a morder y a pegar en todas direcciones. Buchmayer, el mismo guardían del campo que había permitido que Saturnino Navazo jugara al fútbol, encontró aquella actitud graciosa y, tras charlar con el niño en alemán, le entregó al niño a Saturnino Navazo, que se hizo cargo de él.

Tres meses más tarde, y un día después del decimoprimer cumpleaños de Siegfried Meir (y dos días después del cumpleaños de Georges Moustaki, con el que se llevaba solo un día) los americanos liberaron Mauthausen.

Saturnino Navazo se había hecho cargo del niño y, cuando vio lo que sucedía, le dijo:

Naciste en Madrid, recuérdalo

Naciste en Madrid, calle Don Quijote 43, Cuatro Caminos, recuérdalo“. También le puso el primer nombre que se le vino a la cabeza: Luis. Luis Navazo. Esa fue su nueva identidad hasta mucho más tarde.

Siegfried Meir contaba que, en la euforia de la liberación del campo, se subió a un tanque americano. Un soldado le dio un chicle, y aquel niño, que se había pasado media vida en campos de prisioneros, no sabía lo que era aquello. Pensó que era un caramelo y, casi sin masticarlo, se lo tragó.

Después de la guerra, el antiguo prisionero y su hijo adoptivo se asentaron en Revel, en Francia. Saturnino Navazo se hizo ebanista, se casó y jugó con ahínco al fútbol en el equipo local. Participó en la vida del PSOE en el exilio y murió en 1986.

Aunque mantuvieron una relación paternofilial durante toda su vida, Saturnino Navazo y Siegfried Meir se separaron cuando el chaval obtuvo su certificado de estudios. Lo cual no significó que la vuelta a la normalidad del tiempo de paz fuera fácil para él. Se había acostumbrado a robar en los campos de prisioneros y, llegado el fin de la guerra, no dejó de hacerlo. Hasta que su padre, Saturnino Navazo, le advirtió de que, si seguía haciéndolo, terminaría mal.

Me habló con tanta ternura“, recordaría Meir más tarde „que, a partir de ese momento, cambié“.

El chico decidió demostrarle a Saturnino Navazo que salvarle la vida había merecido la pena. Se propuso ser famoso. Y lo consiguió. Con el nombre Jean Siegfried se hizo un cantante de éxito en Francia y, después, llevado por la mansa corriente del hippismo, recaló en la isla de Ibiza, en donde tuvo una exitosa carrera como modista y artista plástico.

Cuando Saturnino Navazo murió, Siegfried Meir cayó en una profunda depresión y dejó que sus negocios murieran. Fue una ruina buscada, porque ya no tenía que demostrarle nada a nadie.

Pasó sus últimos años dando charlas en colegios a los niños y murió el año pasado, víctima de una cruel enfermedad.

Con él, desapareció una de las últimas víctimas españolas del nazismo.


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