Parecía alguien capaz de sobrevivir a cualquier cosa, pero hoy su carrera está en peligro y, con ella, la estabilidad del país.
15 de Mayo.- Hace diez años alguien, muchos dicen que el antiguo presidente de Baja Austria, Erwin Proll, se dio cuenta de que los conservadores austriacos tenían un serio problema.
El Partido Popular austriaco era, por idiosincrasia y por lo que podríamos llamar „cultura de empresa“ una organización vetusta que apenas había cambiado desde los años cincuenta del silgo pasado.
Muy atávicos a la religión católica, con las poderosas organizaciones de agricultores como una de sus columnas vertebrales, los conservadores austriacos estaban representados por políticos fiables, grises, bastante aburridos y, sobre todo, muy mayores.
En los últimos quince años, los conservadores austriacos habían pasado por las manos de diferentes líderes incapaces incluso de emocionar a una parroquia de convencidos que parecía menguar más por razones puramente demográficas que ideológicas.
En otras palabras: el ÖVP no perdía votantes. Se le morían.
Hacía falta renovar el cartel.
Por aquel entonces, Sebastian Kurz era un jovencito bisoño al que alguien vio como un diamante en bruto que esperaba un experto que lo moldease.
A priori, su falta de personalidad propia y de contactos dentro de la estructura del partido, podían parecer un inconveniente pero en realidad eran, como se ha demostrado después, una ventaja.
Sebastian Kurz era el mirlo blanco. Esa cara y esa biografía virgen que los conservadores austriacos estaban necesitando.
Con algo más de veinte años, Sebastian Kurz fue secretario de Estado. Después, Ministro y, por último, después de eliminar a rivales con mucho más peso que él, se hizo con el liderazgo de los conservadores después de que Mitterlehner, un hombre que representaba unas virtudes que eran sólidas pero sobre todo anticuadamente fiables, fuera desplazado por la misma mano mágica que removía todos los obstáculos entre Kurz y sus objetivos.
Estaba preparado para ser canciller.
Ayudado por una astuta campaña de marketing y por la sabiduría de un equipo de genios en la sombra, Sebastian Kurz hizo que el conservadurismo se volviera atractivo para los jóvenes y, sobre todo, para las mujeres, que le votaron en masa.
Con Sebastian Kurz, el partido conservador austriaco se renovó y se hizo atractivo para una nueva generación.
Dentro del conservadurismo, pasó lo que pasa siempre.
El éxito rotundo de la estrategia Kurz convenció a los que no le habían tomado en serio y la onda expansiva de su victoria, al convertirse en canciller, hizo que sus oponentes tuvieran que retirarse a lamerse las heridas en sitios poco accesibles a la mirada pública.
Luego, vino el escándalo de Ibiza.
Milagrosamente, Sebastian Kurz salió indemne incluso del oprobio de convertirse en el primer canciller al que destituía el Parlamento austriaco.
Sin embargo, todo parece indicar que en este momento se enfrenta a una crisis que puede terminar no solo con su carrera política, sino también dar al traste con esa operación de salvamento de los conservadores austriacos tan finamente planeada.
Todavía no ha sido acusado en firme por la fiscalía anticorrupción, pero todas las instancias implicadas (y algunas que no lo están) ya cuentan con que esa acusación se producirá y con que Kurz terminará sentado en el banquillo de los acusados.
Es una imagen perturbadora.
Uno puede imaginarse a un ministro, Gernot Blümel, por ejemplo, dimitiendo por corrupción pero ¿El canciller?
Y si eso sucede ¿Qué pasará después? El escenario de unas elecciones anticipadas, en un momento tan complicado como es este, cuando aún la pandemia no se ha terminado, toma cada vez más cuerpo.
Sebastian Kurz lo sabe, indudablemente.
Y quienes están detrás de Sebastian Kurz lo saben también.
Y esperan acontecimientos.
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