Aquel 11 de septiembre, este 11 de septiembre

Todo el mundo recuerda dónde estaba aquel 11 de septiembre. Hoy, dos décadas más tarde, no es difícil encontrar en las teorías conspiranoicas un rastro de lo sucedido en aquellos días de 2001

11 de Septiembre.- Era otro mundo. Otra vida. Una vida en la que, visto desde la distancia, apenas me reconozco.

Era un hombre joven, que había dado veintiséis veces la vuelta al Sol subido al planeta Tierra. Era un hombre que apenas sabía en dónde estaba Austria. Era un hombre que era feliz en Madrid.

Si me pongo a pensar cómo era aquel hombre que fui yo, me vienen a la mente datos que no guardan un orden. Que trabajaba en la televisión -en aquella televisión de entonces, que apenas es la de ahora-, que hacía deporte con regularidad -sigo haciéndolo-, que escribía -escribía mucho, sin atisbar siquiera que, algún día, le leerían todos los días más de mil desconocidos-. Era un hombre que visitaba a su abuela todos los fines de semana, en una residencia que estaba en un lugar remoto, al que se llegaba en tren tras hora y media de viaje (una locura).

Aquel once de septiembre, hacía unos días que había despedido a un amigo que se iba a estudiar precisamente a los Estados Unidos. Era un amigo al que quería -y quiero aún- mucho, de manera que su marcha suponía para mí un empobrecimiento sustancial del paisaje de mi vida. Me esperaban más de diez u once meses de cierto aburrimiento.

Aquel once de septiembre…En la tele hacíamos la pausa de mediodía entre las dos y las tres de la tarde. Bajábamos a la cantina -entonces, creo, aún había camareros- y comíamos fabes con oreja, o judías verdes rehogadas con jamón. Los camareros se enfadaban si no te lo comías todo y te preguntaban si acaso la comida (o sea, el rancho) no estaba a tu gusto. Hacía un día, lo recuerdo perfectamente, parecido al que ha hecho hoy en Austria. La luz era ligeramente melancólica, pero hacía calor.

En la tele, si no lo sabéis, os lo digo yo, cada diez metros hay un monitor. Sirve para comprobar que la emisión esté en orden y sirve para que los empleados sean en todo momento conscientes de en dónde están trabajando.

Aquel día, subíamos desde la cantina a nuestros puestos de trabajo cuando, en una encrucijada de pasillos -lo recordaré siempre- miramos al monitor. Eran las tres. Puntualmente, empezaron las noticias. El presentador, en su tono engolado habitual, anunció que había habido un „accidente“ y que un avión se había estrellado contra una de las torres del World Trade Center. Según lo estaba diciendo, el segundo avión atravesó la otra torre limpiamente y el mundo cambió para siempre.

Aquella tarde, en mi departamento apenas se trabajó (daba un poco lo mismo, la verdad, poco más tarde lo cerraron definitivamente y yo me quedé en la calle). De todas formas, no recuerdo que, pasados los primeros momentos de perplejidad, hubiera miedo. Nos parecía que estábamos viendo uno de los telefilmes que mi amiga A. Programaba los fines de semana a mediodía -hasta donde yo sé, sigue haciéndolo-. Sí recuerdo, en cambio, mucho silencio. Un silencio raro, antinatural. Entonces, como ahora, mi trabajo estaba relacionado con el transporte internacional. No teníamos ni idea de lo que iba a pasar.

Nadie, nunca, hubiera esperado aquello.

Aquello…Fue, de alguna manera, un ensayo general de esto de ahora.

En aquel momento no existía Facebook. Todavía navegábamos por internet como quien navega por un océano de fronteras inabarcables y no como ahora, que la mayoría de la gente vive en el corralito cibernético de su perfil. Por eso, las teorías de la conspiración tardaron en calar, fueron impregnando el mainstream más lentamente que ahora.

Los motivos eran más o menos los mismos. En primer lugar, la incapacidad de creer que algo así hubiera pasado. Después, la incapacidad de procesar que todo hubiera sido tan absolutamente simple como, de hecho, había sido. Espantosamente simple. Después, empezaron a florecer las teorías conspiranoicas. La que tuvo más éxito es que los atentados del 11 de septiembre habían sido una especie de golpe de Estado; unas élites oscuras, supuestamente, querían controlar el mundo. Controlar a las personas. Establecer un estado policial. Las medidas de seguridad no eran más que una manera de quitarle libertad a la gente normal. Los datos compartidos por las autoridades a este y al otro lado del Atlántico invasiones intolerables en la privacidad. Los escáneres en los aeropuertos eran los instrumentos para una nueva normalidad. El ingrediente antisemita, asqueroso como siempre, estaba ahí.

Hoy, el millar y medio de pirados de costumbre, se han manifestado en Viena en contra de las medidas del Gobierno contra el coronavirus y en contra de las vacunas, denunciando teorías delirantes que guardan una gran semejanza con las que florecieron entonces, tras la destrucción del World Trade Center. Ha habido varias detenciones relacionadas con la exhibición de símbolos neonazis prohibidos por la ley austriaca.

Como entonces, ante un cataclismo que ha conmocionado (mucho más que aquel) nuestra forma de vivir, los seres humanos han reaccionado buscando explicaciones tortuosas y enrevesadas a lo sucedido. Hasta el punto de que, pensándolo, uno no puede dejar de darse cuenta de que las teorías conspiranoicas son una forma de huida, una encarnación del pensamiento mágico de la infancia, solo que en los adultos, en muchos casos, este tipo de fantasías adquieren tintes perturbadores.


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