Gritando amor

Ayer empezó una nueva temporada de uno de los programas favoritos de los austriacos. También sirve para conocer a fondo el alma de este país.

12 de Julio.- Si alguien quisiera conocer Austria a fondo, yo le recomendaría que empezara por verse todos los episodios de Liebesgeschichten und Heiratssachen. Tendría trabajo, pero yo creo que merecería la pena. LuH es, no solo una meditación sobre la soledad en la que todavía late el alma de su inventora, la simpar doctora Spira, sino también una descripción exacta del alma de este país que, según parece, es el segundo menos amable del mundo (pamplinas: los austriacos son, en su mayoría, una gente fenomenal).

El ser humano, como sabía perfectamente la doctora Elisabeth Spira, es un ser narrativo. En otras palabras: todos somos nuestras historias. Y nos gusta, sobre todo, escuchar las de otros. LuH es exactamente eso: con la excusa de encontrar un nuevo amor, la gente se desnuda ante la cámara, con una ingenuidad quizá impropia de estos tiempos en los que más de uno y más de dos tenemos una cuenta de TikTok. Se desnuda y cuenta muchas cosas. La mayoría de las veces, sin decirlas.

Ayer, por ejemplo, el primer invitado era un chaval de 22 años de ojos intensamente azules. Eran lo más destacable en un rostro que parecía sacado de esas reconstrucciones que a veces hacen los forenses de las caras de determinados personajes históricos.

El chico resultaba sumamente conmovedor en su simpleza. Es agricultor y vive en lo que podríamos llamar “la Austria vaciada” (un lugar en donde emparejarse no resulta difícil, a medias porque son sociedades muy cerradas y a medias por lo envejecido de la población). Explicaba que su ex le obligaba a ver películas de amores, cuando a él le gusta ver películas de acción (y cantar en el karaoke de su pueblo). Y justo cuando uno empezaba a subestimarle, el chico parco en palabras miraba a cámara y empezaba a contar la historia de la muerte de su padre, y de cómo le echaba de menos. Y, mientras escuchaba la temblorosa voz en off, uno veía a un hombre de su edad más o menos, con los dientes un poco de conejo, pero obviamente echao p´adelante, una persona normal pero que resultaba irremplazable para su hijo quien, con los ojos húmedos, explicaba lo profundo de su nostalgia irreparable.

La siguiente era una dama pimpante llamada Gina la cual, rodeada de ese falso lujo de dorados, crochet y puntillas tan caro a ciertas abuelas, explicaba que había sido dueña de un par de clubes de intercambio de parejas que había regentado con la colaboración de su marido (marido, por cierto, que echaba una cana al aire de vez en cuando sin que a Gina le importase mucho). El marido había tenido la mala idea de morirse y la señora buscaba ahora un recambio, a ser posible que tuviera los pies calientes, porque ella sufría mucho de pies fríos -y más que va a sufrir como a Putin le salgan bien sus planes perversos-.

Wilfried, estirio de 73 años, era el típico ejemplo de aquello que decía mi abuela de que a las “profesionales del sexo de pago y a los toreros, a la vejez los espero”. El estirio había tenido una juventud algo atropellada y tarambana, con dos matrimonios, varias hijas y muchos líos de una noche, y ahora, que se había metido a la agricultura biológica, buscaba alguien con quien “mirar al futuro” y sentar la cabeza. Probablemente, curadas de espantos, muchas mujeres debieron de pensar que, con hombres así, ellas no irían ni a por cien gramos de jamón de York, más que nada porque estaba a la vista que Wilfried era un granujilla simpático y peleón, y un pícaro de esos que no pueden resistir los impulsos de su bragueta. Y que la desgraciada que terminase creyendo sus promesas de redención terminaría con más cuernos que un venado de cien años.

LuH. Es un fenómeno de masas que cuenta con una nutridísima tribu de fans (entre los que me encuentro). No todos son tan indulgentes como yo, por cierto. En internet, la gente le saca punta a las decoraciones de las casas y a las actitudes de los candidatos.

Sin embargo, cuando uno termina de ver cada emisión, no puede por menos que pensar “quién sabe, quizá me entreviste alguien a mí algún día”. Porque siempre se termina cada programa de LuH con un poco de melancolía.

 


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