Aventuras de un hombre invisible

Ayer por la tarde, recuperamos una costumbre agradable que teníamos casi olvidada. Desgraciadamente, también otra que teníamos muy presente.

11 de Septiembre.- Me gustaría empezar el artículo de hoy contándoles a mis lectores algo que solo algunos sepan: a los fotógrafos, o sea, a la gente a la que nos gusta hacer fotografías, nos gustaría ser invisibles y, de hecho, hacemos todo lo que está en nuestra mano para generar este superpoder.

¿Y por qué? Se preguntará el lector curioso. Pues es muy fácil. Como sabemos todos, la mayoría de la gente entra en pánico cuando ve una cámara de fotos y, aunque traten de disimularlo, se ponen tiesos y rígidos y no hay manera de sacarles una foto en condiciones.

Por eso, los fotógrafos nos sentimos bien en lugares en donde podemos pasar desapercibidos, por ejemplo, las grandes aglomeraciones de personas, en donde sacar la cámara no llama la atención.

Todos los años, se celebraba en el segundo fin de semana de septiembre el festival Buskers, dedicado a los artistas callejeros !Qué delicia para un hombre invisible o, por lo menos, translúcido!

Durante muchos años, fue mi cita ineludible.

Lamentablemente, durante la pandemia, por razones obvias, el festival Buskers de Viena no se pudo celebrar y nuestro gozo aterrizó en el fondo del pozo proverbial. Sin embargo, ayer, aprovechando que la cosa volvía a la normalidad, me dije “Paco, coge la cámara y échate a la calle”.

Así lo hice.

Artistas en Buskers

No fue tan delicioso como antes de la guerra, digo, de la pandemia, pero la verdad es que me lo pasé muy bien andando por entre la gente, cámara en ristre y haciendo algunas de las fotos que ilustran este artículo.

La gente era feliz, los niños, inocentes, veían a los payasos (y a las payasas, que este año había un montón). Había gente de muchas razas y colores de piel, se oían conversaciones en muchos idiomas distintos, la creatividad estaba en el aire. En resumen: el paraíso.

Sin embargo, al llegar a la esquina del edificio antiguo de la TU, de pronto, tuve una sensación extraña.

Como pasa en las películas de miedo, llegó primero hasta mí el sonido de un atronador silencio, que contrastaba mucho con la alegre algarabía reinante, y luego me di cuenta de qué era lo que lo causaba.

Un grupo de unas veinte o treinta personas, vestida de gris, de marrón, atravesaba los grupos de niños que jugaban. A su cabeza, había un hombre con una pértiga al extremo de la cual iba atada una bandera de Austria, cosida algo toscamente a ella, una imagen del corazón de Jesús y, bordada en letra gótica, la leyenda: Christus Vincit. O sea, Jesús vence.

Al paso de la procesión, los niños se apartaban y los adultos se quedaban mirando. Los procesionantes iban mudos, inexpresivos, incongruentemente invernales.

Una cortina de silencio se iba cerrando tras de ellos y, cuando desaparecieron, volvió la normalidad y la relajada alegría de antes.

También yo seguí haciendo fotografías hasta que otros menesteres me llamaron. Eché a andar hacia el edificio nuevo de la TU para coger un tranvía y en esto que me di cuenta por los avisos de que el servicio estaba detenido.

Qué remedio, habrá que echar a andar.

Lo hice, y al llegar a cierta altura de la Wiednerhauptstrase me encontré con un grupo de unas cien personas que llevaban innumerables banderas austriacas y alguna que otra simbología neonazi (sobre todo en tatuajes y cosas así).

Eran el corazón, tan palpitante como maloliente, de lo que queda de las famosas manifestaciones de los sábados, las de esos antivacunas que algunos encontraban tan simpáticos. Un grupo berreante, llorica y amargo de fanáticos que pedían la expulsión de los inmigrantes (o sea, la mía y la tuya, querido lector, entre otras) así como el levantamiento de las sanciones.

Los hombres invisibles, a veces, nos encontramos ante cosas que nos gustan y, a veces, frente a cosas que sería mejor no ver.


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