En busca del prepucio perdido (cosas que pasaban en la Viena medieval)

 

Una vienesa, conocemos el destino final de una parte del cuerpo de Jesucristo que la Biblia, cosa extraña, se olvida de mencionar.

22 de Septiembre.- Durante la edad media, monasterios, catedrales y demás edificios ardían frecuentemente y no es de extrañar. Primero, porque el material de construcción primordial era la madera y segundo porque, principalmente en las ciudades, las casas estaban muy juntas unas de otras, de manera que una chispa inoportuna que prendiese podía acabar en cuestión de horas con una ciudad entera.

Así sucedió en 1276 con la catedral de Viena, entonces aún un macizo edificio de estilo románico. El fuego destruyó parte del coro, pero no dañó significativamente el resto de la catedral. De cualquier manera, unos años más tarde, en la década de los ochenta del siglo XIII, la nueva dinastía reinante en Austria, los Habsburgo, decidieron embellecer el edificio y le empezaron a darle la forma que conocemos hoy, en lo que entonces era el último grito en artes constructivas: el estilo gótico.

Si nos concentramos y tratamos de enfocar hacia aquella parte tan remota del pasado de Viena, quizá podamos distinguir a una mujer joven, envuelta en tocas de monja. Sus contemporáneos la tienen por una persona especial y no es solo porque, a pesar de ser hija de un granjero, sabe leer (aunque, curiosamente, no sabe escribir, quizá porque en aquella época nadie pensaba que fuese necesario que una mujer supiese, de manera que todo lo que sabemos de ella lo sabemos por el que fue su confesor, que se tomó el trabajo de tomar nota). No: los contemporáneos de la monja la tienen por alguien especial porque Agnes dice tener visiones y éxtasis. No es nada extraño en la orden a la que la monja pertenece (es franciscana y ya se sabe que los franciscanos, desde su propio fundador, el hijo del mercader de Asís, tiran a excéntricos) y de nada han servido las advertencias de sus superiores de que se ande con cuidado (por menos, han perecido otras acusadas de herejes). La monja que esquiva a los canteros para entrar en la catedral de San Esteban en proceso de remodelación se llama Agnes. Agnes Blannbekin.

La vida de la hermana Blannbekin discurre entre la ascesis (o sea, pasar hambre y privaciones para que, castigando el cuerpo, burdo y sucio saco de humores, el alma aflore) y un considerable trajín litúrgico. Según los testimonios que han llegado hasta nosotros, la religiosa, consumida en las llamas de un ardor divino que linda con lo delicuescente, aprovecha cada segundo que tiene libre para ir a misa. Y lo hace en todas las iglesias posibles de Viena. Después de cada „función“, la hermana Blannbekin se acerca al altar mayor y, sin poder contenerse, besa los pies del crucificado (cosa que le trae algunos problemas, porque en aquella época las mujeres tenían vedado el acceso a los altares).

En estos días anda la pobre Agnes algo desasosegada. Cada vez que toma la comunión le sucede algo peculiar.

Veamos lo que escribió su confesor al respecto unos años más tarde, concretamente, en 1280.

(Un día, al tomar la comunión) comenzó a pensar en dónde estaría el prepucio (de Cristo, el cual, obviamente, como nació y murió judío, fue circuncidado según la ley de Moisés, N. Del A.) !Y ahí estaba! De repente sintió un pellejito, como una cáscara de huevo, de una dulzura completamente superlativa, y se lo tragó. Apenas lo había tragado, de nuevo sintió en su lengua el dulce pellejo, y una vez más se lo tragó. Y esto lo pudo hacer unas cien veces (hay que tener en cuenta que la hermana Blannbekin era una comulgante asídua) Y le fue revelado que el prepucio había resucitado con el Señor el día de la Resurrección. Tan grande fue el dulzor cuando Agnes tragó el pellejo, que sintió una dulce transformación en todos sus miembros.

Blannbekin, después de vencer su natural pudor monjil, le contó esto a su confesor (el cual lo apuntó para que pudiera leerlo la posteridad y, más tarde, se lo contó a sus superiores). La Iglesia católica no reaccionó bien y echó tierra sobre el asunto. Quizá fuera porque las revelaciones de la mística amenazaban con terminar con un fructífero negocio, ya que sendos santos prepucios (ya sé que es contradictorio que hubiera varios, pero en la Edad Media no había internet) se veneraban en diferentes lugares de la cristiandad. Había uno en la Basílica de Letrán, en Roma, otro, en Amberes y otro, porque nosotros no podíamos ser menos, en España, creo recordar que en la catedral de Jaén, si no me falla la memoria.

El caso es que cuando en 1731 un benedictino erudito llamado Bernhard Pez, un monje ilustrado, dio a la imprenta la vida y revelaciones de Agnes Blannbekin escritas por su confesor, no solo se granjeó (quizá, quién sabe) la condenación eterna por cochino, sino que su libro aterrizó de cabeza en el Index Librorum Prohibitorum (o sea, el Indice de Libros Prohibidos de la Inquisición). Hasta 1994, no estuvo disponible una edición revisada (y traducida del alemán antiguo) de la vida y revelaciones de aquella pobre Agnes, una pobre mujer que, quizá lo único que quiso fue ser feliz (parece ser que se metió a monja porque, de mocita, tenía visiones de sí misma bailando alrededor de un altar).


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