Así preparo mis conversaciones en el Instituto Cervantes

Durante este año he tenido la oportunidad de conocer a gente inteligente y muy interesante. Así he preparado mis charlas con ellos.

14 de Diciembre.- Ayer fue la penúltima actividad de 2022 en el Instituto Cervantes de Viena. Mañana, con un concierto de guitarra, se cerrará la temporada.

Como supongo que, a estas alturas, saben todas las personas que me leen, formo parte del equipo de tres moderadores encargados de recibir a los autores que visitan Viena. Mis compañeros son el también escritor Justo Zamarro y la directora de la compañía de Soles del Sur, Aitana Vivó.

En mi caso, tengo que reconocer que, durante este 2022, me he acercado de esta manera a voces de la literatura en castellano que, quizá, no me hubiese parado a considerar con la misma profundidad sin estos pretextos.

Me gustaría explicar que yo me tomo mi trabajo de “interlocutor” todo lo en serio que uno se puede tomar estas cosas.

Cada charla es para mí como si fuera la primera.

ASÍ PREPARO MIS CHARLAS

Las preparo así:

El primer paso consiste en leer lo que se pueda del autor de que se trate. Luego está la documentación.

Sobre esas lecturas y esa documentación, yo intento empezar a hilvanar algunas preguntas. Trato, en lo posible, de ponerme en el lugar de la persona y, sobre todo, trato de que las preguntas obedezcan a cosas que a mí me interesen de verdad y también trato de pensar en preguntas que al autor o a la autora les divierta contestar.

Para mí es básico que la persona se lo pase lo mejor posible hablando conmigo.

Sin embargo, con ser importante, esta fase de documentación no es tan importante para mí como la media hora que precede a la conversación en sí.

Los autores suelen llegar al Cervantes media hora antes de que comience el acto (yo llego siempre una hora antes de la h, para que la espera me calme los nervios).

A partir del momento en que me siento con ellos en el despacho del director, a la espera de que el público entre, yo me dedico a “empaparme” de la energía de la persona. De forma absolutamente consciente, dejo de lado el aspecto profesional, la parte erudita o literaria y trato de verles como son de verdad, como seres humanos.

Esa media hora corta o larga me sirve para afinar. Para saber hasta dónde puedo llegar y, en su caso, los terrenos en donde no debería adentrarme.

Mi objetivo es que la persona que tiene que conversar conmigo se relaje y esté cómoda. Para mí es muy importante que la conversación que voy a mantener con él o con ella sea lo más parecido a la que tendrían dos personas cultas en un café.

De nuevo: trabajar en eso es trabajar a favor del éxito de la tarea que me han encomendado.

Mi misión es conseguir que reparen en cosas que no han reparado antes a propósito de su obra y que revelen aspectos interesantes de su trabajo.

Tengo que reconocer que esa combinación de aspectos culturales y humanos son el auténtico placer que estas entrevistas representan para mí.

Me dan la oportunidad de ver en acción a gente que es, por lo general, muchísimo más inteligente que la media.

Por ejemplo, sin ir más lejos, ayer pude comprobar que Bernardo Atxaga es un hombre afabilísimo que sospecho que juega un poquito a fingir que es un sabio distraído.

Y, sin embargo, no se le escapa nada. Su cerebro se parece mucho a un pájaro muy veloz.

Él va volando tranquilamente por la conversación y, de pronto, encuentra un punto que le interesa y a partir de ahí, como un colibrí, su agudísima capacidad de examen va, viene, busca, examina, se divierte. Es la dimensión juguetona de la inteligencia hecha carne. Atxaga (y los que estuvieron ayer pudieron comprobarlo) habla con las manos. O sea, las manos son una prolongación natural de su palabra. Y escucha.

Era muy bonito de verdad ver su atención. Una atención limpia y activa, transparente, humanísima, siempre a favor del interlocutor. Bernardo Atxaga es un humanista.

Ya al final del acto, por ejemplo, mientras la gente le traía libros sobre los que dibujaba y escribía dedicatorias, citó varias veces (y lo hago de memoria): “los libros favorecen la conversación y la conversación favorece la amistad, una época sin libros es una época sin amigos” y, cuando acabó de citar, recalcó:

-Una época sin amigos, eh? Una época sin amigos.

De estos meses, también quisiera quedarme con la imagen de Ulises, el niño de Luna Miguel, que creo que tiene cuatro o cinco años, sentado tranquilamente escuchando a su madre hablar de poesía.

O el apuro que me entró (un apuro un poco cómico, la verdad) cuando, con una archiduquesa Habsburgo en la sala (una señora, por cierto, encantadora) el historiador con el que estaba hablando empezó a calificar a la dinastía de los Austria de mafiosos, y yo:

-Hombre, no, una empresa, un holding…

Y el otro:

-Bueno, eso lo dices tú, pero yo te digo que eran una mafia.

A mí me daba fatiga, que estando una tataranieta de Carlos V en la sala, le estuvieran mentando al abuelo.

A ella, por cierto, pareció darle bastante lo mismo.

En estos meses he confirmado algo que ya sabía y es que la gente que de verdad merece la pena, esos de los que yo decía más arriba que tienen una talla intelectual prominente, son los más llevaderos y, en la mayoría de los casos, los entrevistados más agradecidos (en los dos sentidos de la palabra) quizá sea porque, al estar tan por encima de la media, también sienten cierto impulso de hacerse perdonar.


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