Cuento de (casi) navidad

Érase una vez un señor de una cierta edad que tenía invitados para una cena de navidad anticipada el día 23 de Diciembre.

23 de Diciembre.- Érase una vez un señor de una cierta edad que se levantó, elástico y descansado, en la mañana del día 23 de diciembre.

Mientras hacía sus abluciones matinales (no entraremos en detalles) reparó el hombre en que tenía unos pelos del demonio y unas barbas que necesitaban un repaso. También se acordó de que, esa noche, tenía invitados para una especie de cena de navidad anticipada.

Así pues, frente al espejo del cuarto de baño, se dijo: “He de ir al barbero”.

Dicho y hecho.

El señor de una cierta edad se puso en camino, dispuesto a encontrar un barbero que le pelase y le afeitase y, sobre todo, sin tener que esperar mucho. Confió en que la tarea sería fácil, porque el viernes 23 de diciembre la mayoría de la gente estaría trabajando.

Cuando llegó a su peluquería (turca) de confianza, se dio cuenta de que había mucha más gente de la deseable. Desparramados por sendos sofás tapizados de cuero artificial, estaban otros tres señores en chandal, con pinta de jugadores de fútbol de la segunda división B de la liga de Albania.

Por su parte, un trío de concienzudos peluqueros sarracenos se afanaban en dejar hechos un pincel a otros tres clientes. Los peluqueros (retener este dato) eran dos adultos y un chavalín de unos dieciséis o diecisete años, con todo el aspecto de ser el aprendiz.

Nuestro señor de una cierta edad, tras preguntar quién era el último, armose de paciencia y ocupó un lugar vacío en uno de los sofás y se abismó en las tripas de su telefonino.

Que si Féisbul, que si Instagram, que si Twitter. O sea, lo de siempre.

Al fin, le llegó el turno. En el asiento del peluquero aprendiz.

Como hubiera dicho Antonio Gala:

-!Ay!

Nuestro caballero de una cierta edad, como siempre que sucede en estos casos, miró al chico, con edad bastante par ser su hijo, y pensó en la cantidad de años de curro que le quedarían a aquel pobre antes de poder saborear las mieles de la jubilación.

Esta sola idea hizo que le invadiera la ternura.

Se despojó nuestro hombre de impedimentas invernales y se sentó frente al límpido espejo de la barbería.

Preguntó el chavalillo (presuntamente llamado Jackson) qué pelado deseaba el cliente. Dicho cliente contestó:

-Corte de pelo y afeitado.

Notó el cliente que el chavalillo, ante lo del afeitado, se envaraba un tanto, pero lo achacó a sus aprensiones y se dejó hacer.

Afectando maneras de persona mayor, el aprendiz preguntó que cuántos milímetros. Es una pregunta que deja siempre dudando al caballero de una cierta edad, como cuando un dependiente le pregunta la talla de pantalón que usa (francamente: es un dato que no consigue retener de una vez para otra).

-Ponlo a un centímetro.

Aliviado, el chico empezó a esquilar (poco había, que el caballero de una cierta edad es calvorota).

El hombre, mientras tanto, se dedicaba a hacer raíces cúbicas de cabeza.

Tras el pelado a máquina, llegó la hora del afeitado.

El cliente, disimulando, reparó en que el chico se iba a la trastienda y volvía con un bote de espuma de afeitar. El cliente levantó las cejas.

Con el bote de espuma en la mano, visiblemente perdido, el chico le preguntó a sus jefes/maestros (en turco) que por dónde diablos le metía mano a aquel melón.

El cliente, disimulando, se dijo que debía de ser la primera vez que aquel chico afeitaba a un cliente. Y si no la primera, la segunda. Su tranquilidad no aumentó al darse cuenta de que los jefes/maestros se cachondeaban sin pudor del peluquero bisoño.

Esto hizo que el cliente se encorajinase un poco, porque al señor de una cierta edad le pone de mala leche que la gente se aproveche de su posición para humillar a otros. Así pues, se hizo el propósito de comportarse como si el chaval fuese un afeitador experto y él estuviera recibiendo un servicio comparable al del Hotel Imperial de Viena.

Los jefes/maestros, ante sus apuros, le aconsejaron al muchacho que, antes de afeitar al cliente con espuma, le rapase las barbas con una máquina. Cosa que el chaval hizo con algo más de habilidad que menos.

Después de esto, con una falta de salero que evidenciaba su inexperiencia, el presuntamente llamado Jackson se echó espuma en la mano, respiró hondo, y empezó a embadurnar la cara al cliente. El cliente, con paciencia, se dejó hacer.

Al final de la operación, el bueno de Jackson, con las manos como si se hubiera caído en la marmita de la espuma de afeitar y sin saber bien qué hacer con aquellas cosas que tenía al final de los antebrazos, concluyó que el mejor medio de librarse de la pringue era lavarse las manos. Corrió a hacerlo a la trastienda. Luego, volvió y se puso a preparar la cuchilla de afeitar.

El cliente rezó para sus adentros y se dijo “ahora sí que la cosa se pone seria”.

Sin embargo, con semblante estoico y sin exteriorizar su preocupación, dejó que Jackson se le acercase con aquel arma mortal en la mano.

El chico le fue afeitando (ras, ras) y el cliente, de vez en cuando, se acordaba de los progenitores del peluquero inexperto. Al llegar a ese espacio entre el labio inferior y el mentón, Jackson le hizo un corte como de medio centímentro, que empezó a sangrar abundantemente.

El cliente se dijo “no quiero mirar” y, efectivamente, cerró los ojos.

Como la cuchilla no corría como Dios manda, Jackson volvió a coger el bote de espuma y echó un pegote sobre el mentón sangrante.

La espuma, blanca, se tiñó de rosa.

Ay, su madre”, pensó el cliente. Pero, como no estaba dispuesto a que despidiesen al chaval por su culpa, esbozó una sonrisa relajada y observó, aliviado, que Jackson dejaba la zona cero de su barba y se dirigía al pómulo izquierdo.

La herida sangraba y Jackson, preocupado, no sabía qué hacer. Trajo unas toallas de papel y quiso echarle alcohol en la cara al cliente. El cliente dijo que no se le ocurriese por nada del mundo.

Los jefes de Jackson tuvieron piedad de él y le recordaron que hay unos chismecitos que sirven para remediar las hemorragias producidas por los cortes.

El chico no sabía dónde meterse y el cliente, ignorando la escabechina que le habían hecho, trataba de aparecer relajado y de tranquilizar al pobre chico:

-Tranquilo, hombre, no pasa nada. Llevaba mucho tiempo sin afeitarme y la piel ahí es muy sensible, no te preocupes.

Cuando dio su tarea por terminada, esperando la reprimenda, el chaval le preguntó al cliente que si deseaba alguna cosa más.

El cliente hubiera podido ser sarcástico pero, en vez de eso, sonrió y dijo:

-No, muchas gracias. Todo muy bien.

Jackson, corriendo, abandonó el lugar de su crimen. El cliente le puso la mano en el hombro y le detuvo:

-¿Qué te debo?

El chaval dijo algo como “ah, sí”. Y el cliente le dijo:

-Es importante. Después de trabajar hay que cobrar.

El chico le miró, todavía algo nervioso y le dijo:

-Veintiocho.

El cliente sacó tres billetes de diez de la cartera.

Passt schon. Danke.

El cliente hubiera jurado que al barbero en ciernes se le saltaban las lágrimas de agradecimiento.

Todos hemos tenido diecisiete años”, le hubiera dicho el cliente. Pero tampoco era cosa de hacer (todavía más) sangre.


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