15 detenidos en las protestas por el clima

Hoy los activistas por el clima han provocado un atasco monumental en Praterstern y a las personas sensatas solo nos cabe alegrarnos.

10 de Enero.- Hay acontecimientos de la Historia que se convierten, sin pretenderlo, en fábulas. Uno de esos es el naufragio del Titanic.

Recordemos: un buque ultramoderno (para 1912).

En primera clase, los forradísimos. En segunda clase, la gente como usted y como yo. En tercera, los pobres. Di que, mientras los forradísimos están tomándose el último champán antes de que estalle la primera guerra mundial, el superbarco se topa con lo imprevisto: un trozo de hielo desprendido de los casquetes polares raja el casco del buque. Los pobres son los primeros en recibir el agua helada del Atlántico.

Presas del pánico, suben a las cubiertas superiores, en donde se encuentran con los ricachones. La tripulación se da cuenta de que todo está perdido y de que todos, pasaje y tripulación, tienen un porvenir más negro que Bad Bunny en un conservatorio.

Les dicen a los ricos que hay que subirse a los botes salvavidas. Los ricos miran los botes, miran el océano y luego miran su barco y dicen que flores, que ellos se van a por otra copita de champán, que el barco no se va a hundir. Los pobres empiezan a gritar que se ahogan. Los ricos dicen “pero esta gente sin educar ¿A qué hacen tanto ruido?”.

Entretanto, el agua del Atlántico empieza a mojarles los bajos de los pantalones. Las marquesas empiezan a preocuparse. Los marqueses también, pero tienen fe en su dinero. Efectivamente, cuando el agua les llega a la cintura, a los ricos les entran las prisas. Ceden y, de mala gana, empiezan a subir a los botes. Justo a tiempo. Resultado: de los supervivientes de la catástrofe, un 63%, más de la mitad, eran pasajeros de primera.

En la actualidad, no es exagerado afirmar que el agua helada del Atlántico ya ha empezado a llegarnos a los pobres a la cintura, mientras los ricos, tranquilamente, siguen tomándose su copita de champán y viéndolas venir. El cambio climático, cada vez más veloz y cada vez más catastrófico, ha llegado ya a nosotros. Y ya no tiene remedio. Solo cabe mitigarlo.

Las evidencias de esto que digo están al alcance de cualquiera que tenga ojos en la cara. Repartidas por miles de trabajos científicos respaldados por un consenso que, en ciencia, se obtiene muy rara vez. Pero también en la realidad.

En los primeros días de 2023, por ejemplo, Europa entera ha sufrido una inusual ola de calor. Las temperaturas han estado veinte grados por encima del promedio normal. Veinte grados. En 2021, hace exactamente dos años, la tormenta Filomena hacía que se pudiera esquiar (¡Esquiar!) en la Gran Vía de Madrid. En los Estados Unidos han muerto varios cientos de personas por una tormenta polar de proporciones nunca vistas. Las víctimas mortales de eventos meteorológicos extremos han aumentado exponencialmente. El agua potable está escaseando ya en grandes zonas del planeta. Se ha alterado el régimen de lluvias y pronto no vamos a poder producir alimentos de la calidad y en la cantidad de costumbre.

Es urgentísimo que nuestros Gobiernos, que son los que pueden, hagan algo. En dos décadas, o sea, el mismo tiempo que nos separa a nosotros de la llegada del Euro, grandes zonas del planeta van a ser inhabitables si no hacemos nada. Y nos la suda (con perdón) porque creemos que en esas zonas del mundo sin agua y con calor asfixiante solo viven pobres. Lo mismo que el coronavirus nos la pelaba (de nuevo, con perdón) porque creíamos que era cosa de chinos que están a miles de kilómetros de distancia.

Pero no. El cambio climático, generado por el hombre, por todos nosotros, ya ha empezado a provocar pérdidas económicas millonarias. Aquí, en casa. En Europa. Y si no, que se lo digan a los empresarios hosteleros de las zonas de montaña austriacas. Y pronto a los de las zonas de playa del Mediterráneo. A ver quién es el guapo que se va a Croacia a darse un chapuzón cuando la temperatura media del verano sea de 45 grados.

Hoy, los activistas por el clima se han pegado al asfalto en Praterstern, en Viena, un nudo de tránsito muy frecuentado y han provocado (bien por ellos) un gigantesco atasco (por cierto, los que hemos ido a trabajar en el metro ni nos hemos enterado). Ha habido quince detenidos. Los activistas piden una cosa que es muy fácil de implementar y es que se reduzcan las emisiones de gases de efecto invernadero inmediatamente, por el sencillo procedimiento de rebajar el límite de velocidad en las autopistas austriacas a 100 kilómetros por hora.

Ayer, la que pasa por ser una “alevina” del partido en el Gobierno (partido que, recordémoslo, defiende los intereses de las personas que, en el Titanic, viajaban en primera clase) se atrevió a echarle en cara a una activista por el clima que se protestase causando atascos cuyas consecuencias profundas son, digámoslo de una vez, completamente inofensivas.

La activista le respondió que el cambio climático no es una broma (le podría haber contestado que lo vamos a sufrir, sobre todo, los pobres, como el naufragio del Titanic) y que las protestas no son un concurso de popularidad.

Hoy, los activistas han recibido el respaldo de los científicos, entre ellos, del biólogo austriaco que ha sido nombrado científico del año. Es vital que los políticos austriacos tomen decisiones rápidas y valientes. No podemos ser como los viejos que viven en Pripjat, cerca de Chernobyl y que, aunque se mueren de cáncer, no creen en la radioactividad porque no la pueden ver.

Los activistas tienen también el respaldo y la solidaridad de este blog. Les doy lo único que, desgraciadamente, puedo darles. Mi voz, visibilidad.

Como a todos mis lectores, me va la vida en ello. Y no solo la mía, sino la de los que vendrán.

 

 


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