Adolf Loos: el depredador sexual de la Viena de entresiglos

Su obra fue vanguardista, elegante e influyente. Su vida, un lodazal. Adolf Loos, el depredador sexual de la Viena de entresiglos.

21 de Enero.- 1: DOS IMAGENES

La imagen muestra a un hombre de unos treinta y cuatro años, serio, de mirada penetrante. A un jefe sin duda temible. Un hombre que se alimenta bien, que hace deporte, que bebe el alcohol justo para no desentonar en sociedad. En una época en la que no está bien visto el humor, el hombre se ocupa de que, en su pose, quede perfectamente claro que él no lo derrocha. El traje es perfecto. La corbata, atravesada por un alfiler que termina en una perla auténtica, parece sufrir en su crujiente y sedosa rigidez, lo mismo que sufren las mariposas cuando los coleccionistas las ensartan para ser expuestas. La raya del pantalón está perfectamente planchada, los puños de la camisa están impecablemente almidonados. Solo la barbilla traiciona un ligero mohín de pusilanimidad que no cuadra con la impasibilidad general que el hombre demuestra (y que, por otra parte, era la que había que demostrar en aquella época si se era alguien importante).

Unos quince años más tarde, a la altura de 1920, en una imagen posterior, la cara ha empezado a derrumbarse, las bolsas de los ojos le dan al hombre un vago aspecto de batracio y la gravedad ha hecho del probo caballero de la Belle Epoque una especie de copia envejecida de Josef Goebbels. Las orejas grandes, caidas, anticipan una vejez triste. El pelo, pegado a los parietales, habla de ese sebo que segregan los cabellos de los ancianos que se pierden en los recovecos del recuerdo. La antigua seriedad está herida de muerte. Una muerte que aún tardará 13 duros años en llegar.

2: DOS MUJERES Y UN HOMBRE

De vez en cuando (en todo caso con menos frecuencia de lo que me gustaría) quedo a merendar con dos compañeras de trabajo a las que me unió, primero, la amistad de haber compartido unas condiciones laborales muy penosas, camaradería que se transformó más tarde en una relación muy cordial. Ayer, en la sobremesa de nuestra merienda salió la conversación de los supuestos abusos que Woody Allen cometió con su hija adoptiva, Dylan Farrow, cuando la hoy mujer era una niña de siete años. La controversia fue muy interesante de presenciar y me dejó pensativo. Una de mis amigas sostenía que la mera sospecha (que parece bastante cierta) de que Woody Allen hubiera cometido un crimen tan horrible había transformado para ella totalmente el valor que la obra cinematográfica de Allen había tenido para ella hasta el momento. Decía que ahora era incapaz de ver las películas de las que antiguamente había disfrutado sin sentir un regusto asqueroso que le había enseñado aspectos de la obra del cineasta norteamericano que, de otra forma, le hubieran pasado desapercibidos.

La otra amiga, en cambio, sostenía que probablemente la mayoría de los artistas y, en cualquier caso, gran parte de las personas que ocupan posiciones de poder en esta sociedad presentan, a poco que se rasque la superficie, un componente turbio y psicopático, que les impide sentir empatía y que, combinado una inteligencia o una capacidad técnica determinada, les permite ser sobresalientes en determinados campos de las artes o de la empresa.

La cuestión que subyacía en el debate era la incómoda posición en que nos pone la gente como Woody Allen, o el protagonista de los dos retratos con los que empieza este artículo, un austriaco del que más tarde diré el nombre. Por un lado, se trata de artistas que son capaces, en su profesión, de pulsar las teclas más ocultas del alma humana. Por otro lado, en su vida privada pueden ser auténticos monstruos, como sucede, por ejemplo, con Roman Polansky. Misteriosamente, o quizá no, quizá porque la gente no es capaz de imaginar hasta qué punto llega su monstruosidad, todos estamos inclinados a perdonar a Polansky o a Allen, o al austriaco del que ahora hablaré y cuya historia motiva este post. Nos resulta difícil de creer que alguien dotado de una sensibilidad artística superior a la media pueda al mismo tiempo ser un depredador sexual. Aunque quizá, ahora que lo pienso, el talento quizá sea una cortina de humo para disimular lo que ellos saben que es despreciable en ellos.

3.EL HOMBRE DEL RETRATO

Si uno busca en internet y encuentra la página de los archivos de la ciudad de Viena, puede acceder a un auténtico tesoro. Entre la ingente cantidad de documentos subidos a la red está un expediente que fue robado en los años veinte y que volvió a aparecer en el año 2006. Se trata de las actas del proceso que fue seguido contra uno de los vieneses más famosos de su tiempo y que ha pasado a la Historia como uno de los genios de la arquitectura contemporánea.

Adolf Loos, cuyas obras aparecen en todas las guías turísticas era, con toda probabilidad, un pedófilo asqueroso. Detrás de su fachada de hombre probo, se escondía un bicho nauseabundo con una inclinación malsana por las niñas prepúberes. En el verano de 1928, Adolf Loos, que era entonces un hombre de unos sesenta años, llevó a su vivienda de Viena a tres niñas, de entre siete y diez años, a las que dibujó desnudas en posturas totalmente inadecuadas a su edad. Una de ellas le contó a su madre que el caballero había abusado de ella y que había prometido, a cambio, llevarla a París. Parece que fue esta mujer, cuyo nombre sigue permaneciendo hoy anónimo, conforme a su deseo, la que denunció al arquitecto y desencadenó la investigación y el proceso subsiguiente.

En la casa de Loos se encontraron más de trescientas fotos pornográficas entre ellas, de niñas de entre cinco y seis años (en aquel momento, su posesión no era delito). A pesar de que Loos removió cielo y tierra para evitar la condena, movilizando incluso a sus influyentes amigos y/o admiradores (como sin duda también habrá hecho Woody Allen y, sin duda, ha hecho Roman Polansky, a quien el mundo del cine ha defendido en pleno a pesar de las pruebas terminantes que pesan contra él) Adolf Loos fue condenado por haber abusado de las niñas a cuatro meses de arresto, arresto que eludió pagando una fianza.

Por cierto, el bloc en donde Adolf Loos dibujó a las niñas y que obraba como prueba en el juicio, fue robado. Aún no ha aparecido.


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