Franz Fuchs y su correo mortal

La policía celtíbera ha detenido a un jubilado que tenía como hobby mandar cartas bomba. En Austria (por desgracia) tuvimos uno igual.

 

26 de Enero.- En estos días, la policía celtíbera ha detenido a un jubilado pirado, de nombre Pompeyo, en la localidad de Miranda de Ebro.

El tunante está acusado de enviar cartas bomba al presidente del Gobierno, Sr. D. Pedro Sánchez Castejón y a la embajada de Ucrania, entre otros.

Su perfil es el de otros muchos. O sea, un pobre “desgraciao” radicalizado en esas redes en donde los cenutrios van a abrevar, con una vida gris.

Ayer, mi amigo Luis Tercero (entre los historiadores, famoso en el mundo entero) me trajo a la memoria un caso austriaco semejante, que contamos hoy.

En 1997, Austria estuvo conmocionada por el asunto de las cartas bomba, dirigidas a personas de gran calado público, por una entidad desconocida. Las cartas en cuestión le costaron la mano izquierda al Dr. Zilk, alcalde de Viena y marido de Dagmar Koller (luego contaré cómo explicaban esto ellos en el documental); también la señora Kissbauer, la sonrisa más sólida de la ATV, recibió una. Lo mismo, tuvo su envío un sacerdote que quedó gravemente mutilado.

El perpetrador se llamaba Fuchs, Franz Fuchs pero se hicieron cábalas, como ha pasado en el caso más reciente, con muchas otras explicaciones.

Las víctimas mortales más sonadas de las bombas de Fuchs fueron cuatro pobres señores que pasaron a mejor vida como resultado de la explosión de una bomba de tubo (rohrbombe, en alemán) escondida en el soporte de un cartel de contenido racista. Al intentar apartarlo, patabúm.

Fuchs cometió un error y un paquete le explotó en las manos y debido a esto fue detenido y juzgado. Las imágenes  del juicio mostraban a un individuo absolutamente descompuesto que, manco, pero sin el talento de Cervantes, daba vivas a la facción alemana del pueblo austríaco. Un hombre con pinta de perdedor. O sea, el típico inadaptado del pueblo que, poco a poco, en la soledad de una vida vacía, va desarrollando una obsesión.

Como Pompeyo, vaya.

La de Fuchs –que estaba como una regadera- se centraba en que el gobierno austríaco estaba tomado por extranjeros de ignaros apellidos eslavos (era un amante de la onomástica alemana, este hombre). Fuchs, en su maligna locura, se hacía cruces de que nadie hiciera nada por evitarlo.

Las cartas, pues, estaban dirigidas contra las personas que, en la mente enferma de Fuchs, contribuían a perpetuar este estado de cosas. Arabella Kissbauer, porque ofrecía una imagen positiva de los inmigrantes (ella es de piel más bien oscurita); el sacerdote, porque hacía esfuerzos por la integración y el doctor Zilk pues porque hablaba bien de los extranjeros.

Hablando de este último y, como decía más arriba, él y Dagmar Koller, su mujer, ofrecieron la nota cómica del asunto.

Contaba Zilk que, cuando recibió el paquete bomba estaba con su amada esposa (en los noticieros, sentada también a su lado, coqueto pañuelo naranja al cuello). Cuando el artefacto explotó, Zilk, con encomiable sangre fría, llamó a Koller y le dijo que le hiciera un torniquete en el muñón porque si no, iba a desangrarse, y ella, femenina hasta la muerte, tapóse los ojos y dijo:

Ich kann das nicht, ich kann das nicht! (O sea, no puedo hacerlo, no puedo hacerlo).
A lo cual, el doctor, como en las mejores pelis de guerra, le dijo:
Du, blöde Gurke, mach’ es! –o similar: traducido quiere decir: tú, pedazo de idiota (pepino tonto), hazlo ya!-.

Existen imágenes de archivo en las que, tras salir del hospital, se ve a Zilk dar una rueda de prensa en la que enseñó fotos (que revolvían el estómago, pero que halagaban el gusto austríaco por lo truculento) de lo que había quedado de su mano amputada.
Desde entonces, el doctor llevó unas fundas a juego con sus discretas corbatas. En la rueda de prensa se quitó la que llevaba entonces (gris perla) y mostró a las cámaras la zona cero de su mano izquierda. Qué visión.

Fuchs se suicidó en la cárcel colgándose (nadie sabe cómo, sin manos) del cable de su máquina de afeitar.

 

 


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