La metamorfosis del corazón verde de Austria

Fin de semana en Estiria, el “corazón verde de Austria”, obvservando y aprendiendo.

30 de Julio.- Yo tengo unos amigos que tienen una casa en Estiria, el llamado „corazón verde de Austria“. Uno de ellos cumple años por estas fechas, de manera que todos los años organizan un fiestón con muchísimos invitados, diyéi y toda la pesca. Como tienen una casa grande, pero no tan grande como para albergar a todos los invitados, algunos (este año, por ejemplo, yo) nos buscamos alojamiento en una de las poblaciones adyacentes.

Son pueblos pequeños, habitados por gente muy mayor. Como suele suceder en estos sitios, miran al forastero, por un lado, con deseo y, con otro, con cierta desconfianza. Uno hace como que no se entera de la incisiva curiosidad de los camareros y trata de observar y aprender.

Ayer por la tarde fuimos a dejar la mochila a la pensión en la que habíamos reservado la habitación para pasar la noche. El establecimiento parecía anclado en 1985, con sus cortinas de flores, con sus muñecas de porcelana de vestidos polvorientos y su jardín lleno de cachivaches. El dueño era un señor más cerca de los noventa que de los ochenta. Su mujer, algo más joven, pero no mucho, es la que atiende a los huéspedes.

Mientras esperábamos a que los otros hicieran el check-in, un amigo que me acompañaba, que entiende de plantas, estuvo leyendo en los árboles de un bosque frontero a la pensión. Me estuvo explicando que, aunque parecía que todo seguía igual, podían verse los primeros indicios de que los árboles se morían primeramente por falta de agua, pero también porque la sequía los hace más sensibles a las plagas.

¿Ves, Paco, esas ramas peladas de la copa? Eso ya es un asta seca. Es el principio del fin. Cuando lo seco llega a la copa el árbol ya está muerto por dentro.

Hecho el check-in, nos dirigimos a la casa de nuestros amigos. Nos recibió la música y la jarana. La tarde fue avanzando. Desde la casa, que tiene una vista privilegiada, se podían ver a lo lejos, en el horizonte, las luces de la ciudad de Graz.

A eso de las nueve y media, a lo lejos, empezamos a ver en las nubes los reflejos de los relámpagos. Los rayos caían sobre la tierra. Mi amigo el científico me estuvo explicando que tenemos la engañosa impresión de que los rayos caen del cielo, cuando en realidad, en muchos casos, surgen de la tierra por la diferencia de potencial.

Pasaban los minutos y la tormenta avanzaba por lo llano hacia nosotros. Empezó a chispear. Abrimos una sombrilla, admirándonos de lo rico que era el aire, fresco y sedoso. Los invitados a la fiesta, conforme la lluvia se iba haciendo más vertical y más intensa, se reían como si el agua les hiciera cosquillas. Al final en la terraza quedamos solo nosotros, agrupados debajo de una sombrilla. Se oían los truenos y los relámpagos y el agua golpeaba la tela de nuestro improvisado paraguas como si quisiera agujerearlo.

Cuando la situación se hizo insostenible, nos pusimos a cubierto. Algo mojados, nos tomamos una copa y nos marchamos a dormir.

Hoy, al ver las noticias, nos hemos enterado de que, un año más, Estiria ha sido golpeada por fenómenos meteorológicos extremos propiciados por el cambio climático que causamos todos con nuestra inconsciencia.

En la televisión se veía un arroyo, normalmente pacífico, llevándose por delante varios puentes como si estuvieran hechos de palillos secos.

Baste un dato: solo el diez por ciento de la actividad de los bomberos en Estiria es la extinción de incendios. El número de salidas para achicar agua o salvar a gente se ha cuadruplicado en los últimos tres años.

La tierra, incapaz de absorber el agua que cae, se transforma en una lengua de barro que devora metros de suelo fértil y sepulta casas y coches. A veces, las lluvias son tan fuertes que también matan a personas (el año pasado, por ejemplo, murieron varias así).

Por la mañana, nos hemos levantado a desayunar. Era la mujer del dueño la que preparaba los huevos pasados por agua (más duros que pasados por agua) y ponía en la mesa la mantequilla, la mermelada y los otros manjares usuales.

Era una abuela enérgica, vestida con un delantal verde. De vez en cuando, decía “me voy a la cocina, que es donde las mujeres tenemos que estar”.

Solos en el comedor, decidimos darle un poco de conversación.

Limpiándose las manos en el delantal, la señora empezó a lamentarse y a añorar tiempos pasados, cuando los huéspedes le llenaban las habitaciones de la pensión durante quince días.

-¿Han visto ustedes el bosque que hay ahí, tras el recodo? -el de las ramas secas- hay una ruta de senderismo, y los árboles están descritos. Pero es igual. No va nadie.

Un amigo, prudente, le dio ánimos:

-No se preocupe. Pronto no se va a poder ir a Italia, ni a Grecia y la gente va a dar gracias de poder estar aquí al fresco, en Austria.

La señora le dio la razón, pero no se la veía muy convencida.

En esto apareció el marido nonagenario a cobrarnos por la habitación. Ella, sumisa, dio un paso atrás y se hizo invisible.

Para ellos es ya tarde para cambiar. Pero nosotros todavía podemos hacer algo.


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