Como reacción al violento antisemitismo que reinaba en Europa, un austriaco tuvo una visión utópica: un estado para todos los judíos del mundo.
2 de Noviembre.- Cuando yo era pequeño, se escuchaba todavía a la gente mayor decir “eres más malo que los judíos, que crucificaron al Señor” o, cuando alguien se indignaba sin razón, el otro podía replicar “Jolín! Ni que le hubiera dicho que es un perro judío!”. El mismo Franco, en el último discurso que dio antes de hacer del planeta un lugar mejor por el sencillo método de morirse (lástima que no se le ocurriera antes) aludió con su voz temblequeante a un difuso “contubernio judeo-masónico” (otra vez los pobres judíos en el ajo). Mi abuela Alejandrina, cuando era jovencita, estuvo sirviendo en casa de una familia judía. Pero para no decir que lo eran, siempre decía -y dice, supongo- que eran “hebreos”.
Son ejemplos pequeños, pequeñas piezas del inmenso mosaico de mi memoria pero que, como pequeñas partículas radioactivas, que no se ven, pero que son mortíferas, hablan del rastro que ha dejado y aún deja el antisemitismo en la cultura europea.
La historia del continente europeo ha ido ligada inextricablemente a la historia del antisemitismo que, periódicamente, estallaba en pogromos, los cuales segaban la vida de muchísimas personas inocentes. Los judíos, como sucedió en la Alemania nazi, eran suficientemente numerosos como para que su presencia resultara apreciable pero, al mismo tiempo no lo eran tanto como para que pudieran defenderse si la cosa se ponía fea. Esto les hizo con frecuencia ser el chivo expiatorio de gobernantes sin escrúpulos o, simplemente, de gente ignorante.
Digo todo esto para que el lector tenga presente en el ambiente en el que nació, creció y evolucionó intelectualmente nuestro protagonista de hoy, Theodor Herzl, el austriaco al que se conoce como uno de los padres fundadores del actual Estado de Israel.
Herzl nació en Pest (en aquel entonces Austria-Hungría) el 2 de mayo de 1860, junto a la Gran Sinagoga de Budapest, en el seno de una familia judía germanoparlante, burguesa, pudiente e inclinada al laicismo. Del mismo modo que lo eran las familias judías pudientes que, en la misma época, vivían en el distrito 2 de Viena. Herzl estudió en una escuela judía hasta los diez años. Después pasó a una escuela laica, que tuvo que abandonar por el antisemitismo reinante. Después de esto pasó a estudiar en una escuela protestante, en donde nadie le molestó porque la mayoría de los alumnos eran judíos.
En 1878, la familia Herzl se traslada a Viena, la capital del Imperio y allí Theodor se doctora en derecho en 1884. Ejerció poco tiempo, sin embargo. Su intención hubiera sido convertirse en juez pero (de nuevo el antisemitismo) los judíos tenían prohibido ser jueces. Así pues, empezó una exitosa carrera como periodista y dramaturgo.
Para Herzl, en esta época, el ser judío era algo secundario. Sus obras, tanto las novelas por entregas que escribía como las piezas teatrales, no hacían referencia al judaísmo. En 1891, Die Neue Freie Presse -el antecesor del actual Die Presse- le manda a París como corresponsal. Este trabajo cambiará su vida.
Hasta ese momento, Herzl era lo que se suele llamar un judío asimilado. Esto es, aquellos que hacían caso omiso del antisemitismo ambiente y sostenía que lo que los judíos debían hacer era tratar de que su “elemento diferencial” pasara lo más desapercibido posible. Un poco como esas mujeres que obvian el machismo reinante en la sociedad y que dicen que si, por ejemplo, las mujeres no llegan a puestos directivos es porque no se esfuerzan lo bastante.
Sin embargo, durante su estancia en Francia, Herzl contempla con sus propios ojos el aumento rampante del antisemitismo que, como una llaga purulenta, explota en el caso Dreyfuss en el que un militar judío es acusado falsamente de espiar para Alemania.
Bajo la honda impresión de aquel caso, que removió las conciencias de toda la intelectualidad Europea, Theodor Herzl cambia de actitud. Se vuelve de la opinión de que el antisemitismo es algo imposible de erradicar y que los judíos solo vivirán en libertad cuando abandonen Europa y emigren a un estado propio. A toda prisa escribe un libro que será la piedra fundamental de uno de los movimientos políticos más exitosos del siglo XIX y de principios del XX: el sionismo.
Se trata de “El Estado judío: un intento de solución moderna a la cuestión judía”. La tesis del libro era que la creación de un Estado independiente y moderno para los judíos de todo el mundo era un problema de política internacional, y que así tenía que ser enfocado. El libro se publicó en 1896 y las tesis de Herzl tuvieron, en principio, una acogida muy fría entre las élites judías. Los ricos porque veían como algo peligroso atraer la atención sobre ellos, los religiosos, porque consideraban que el establecimiento de un Estado judío iba en contra de las enseñanzas religiosas. Sin embargo, las tesis de Herzl pronto encontraron acogida en las masas de judíos más pobres, que le veían como un nuevo Moisés.
En muy poco tiempo, Herzl estableció su oficina central en Europa y se convirtió en el portavoz internacional del sionismo. Su actividad diplomática le llevó incluso a Estambul, en donde intentó convencer al sultán del Imperio Otomano de que le cediera parte de Siria para fundar el Estado Judío. Hay que decir que Herzl no tenía puestos los ojos en un territorio en concreto, ni siquiera en el que hoy conforma el Estado de Israel. Incluso, en algún momento se pensó en algún lugar de Sudamérica.
Lo más importante era el fundamento de la idea: que los judíos comprasen tierras a gran escala y que solo se las revendieran a judíos.
Herzl, quizá ingenuamente, imaginaba una utopía en la que las personas que vivieran en los territorios destinados a ser el Estado de Israel los abandonaran voluntariamente o cuasi voluntariamente, a cambio de mejores condiciones en los países de alrededor.
Todos sabemos ahora que las cosas no serían tan fáciles y que, como sucede con las buenas ideas, ha habido muchas personas que se han empeñado en fastidiar el invento.
Entre 1902 y 1903 Hertz fue invitado por el Gobierno británico y allí consiguió captar la atención del futuro primer ministro Joseph Chamberlain, entonces secretario de estado para las colonias.
Herzl murió en 1904 en Erdlach, en Baja Austria, de una insuficiencia cardíaca y fue enterrado en el cementerio de Mödling, en Viena. Allí estuvo su cadáver hasta que, en 1949, fue trasladado al Monte Herzl, en Jerusalem.
En la actualidad, Herzl es considerado como uno de los padres del Estado de Israel. Su imagen está en todas las dependencias oficiales y prácticamente en todas las ciudades de Israel hay una calle Herzl.
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