El 18 de Septiembre próximo se cumplirán 210 años de la inaguración del Congreso de Viena. El objetivo: fijar un nuevo orden para Europa.
13 de Enero.- El pasado 15 de Mayo se cumplieron doscientos cincuenta años del nacimiento del príncipe Metternich y el 18 de septiembre próximo se cumplirán 210 de la inauguración de su obra maestra: el llamado Congreso de Viena, una especie de olimpiada del ultraconservadurismo europeo que aspiraba a enterrar para siempre los ideales de la Revolución Francesa e instaurar en Europa un orden nuevo, basado en la Santa Tradición.
El intento les salió regulín regulán.

Pero retrocedamos un poquito.
VIENA SE VISTE DE GALA
Tras la derrota de Napoleón en la primavera de 1814, el Primer Tratado de París puso fin a la guerra entre los seis reinos aliados (la llamada Sexta Coalición) y el Gobierno francés. Bonaparte había sido derrocado y, en su lugar, se había restaurado la monarquía borbónica en la persona de Luis XVIII.
El artículo 32 de este tratado de paz preveía que un congreso debía reunirse en Viena para reorganizar la Europa de la posguerra.
Los reyes vencedores y sus principales ministros se reunieron primeramente en Londres pero luego el guateque se trasladó definitivamente a Viena. Durante los meses que duró el Congreso, su ministerio de asuntos exteriores (hoy la sede de la cancillería de Austria, en la Ballhausplatz) se convirtió en el centro político de Europa.

El anfitrión de una reunión tan importante, a la que acudió todo, pero absolutamente todo el que tenía que decir algo en la política europea de aquel momento, fue el emperador Francisco I. El “káiser Paco” era suegro del dictador caído (Napoleón se había casado en 1810 con su hija Maria Luisa) y abuelo del hijo que habían tenido juntos, el llamado “aguilucho”, el cual murió en Schönbrunn años más tarde, en la flor de la juventud.
Sin embargo, no parece que sintiera mucho haberse librado de su incómodo yerno y auspició de muy buena gana el intento, tan austriaco, de volver a hacer las cosas “como siempre las hemos hecho aquí”.
Europa había pasado por unos años aciagos, durante los cuales se desmoronó el orden del antiguo régimen y corrió la sangre por el suelo europeo, así que es comprensible que, cuando se alcanzó la paz, aunque fuera sobre las ruinas humeantes de la vieja Europa, la gente tuviera ganas de pasárselo bien.
Los anfitriones austriacos tiraron pues la casa por la ventana.
El congreso, en el que no hubo un plan de reuniones reglado, ni un programa predefinido de sesiones, se desarrolló en un ambiente de jolgorio, a través de un rosario de cenas y bailes durante las cuales la crema del cuerpo diplomático europeo se lo pasó en grande. Hasta el punto de que los historiadores aún discuten qué fue mayor, si el cachondeo o el trabajo efectivo.
Se llegó a acuñar la famosa frase de que “el congreso no marcha, baila”.
El Secretario General del Congreso, Friedrich von Gentz, escribió en una carta lo siguiente:
“La ciudad de Viena presenta actualmente un espectáculo sorprendente; todo lo que Europa comprende de personajes ilustres está aquí excelentemente representado. El Emperador, la Emperatriz y las Grandes Duquesas de Rusia, el Rey de Prusia y varios príncipes de su casa, el Rey de Dinamarca, el Rey y el Príncipe Heredero de Baviera, el Rey y el Príncipe Heredero de Württemberg, el Duque y los príncipes de las casas principescas de Mecklemburgo, Sajonia-Weimar, Sajonia-Coburgo, Hesse, etc., la mitad de los antiguos príncipes y condes del imperio, finalmente la miríada de representantes de las grandes y pequeñas potencias de Europa – todo esto crea un movimiento y una diversidad de imágenes e intereses tal que sólo la extraordinaria época en la que vivimos podría producir algo similar. Los asuntos políticos que constituyen el fondo de este cuadro, sin embargo, no han traído todavía ningún progreso real”
Se invitó, eso sí, a todos los países que habían estado implicados en la guerra. Las voces de unos se escucharon más que las de otros, las cosas como son. España fue uno de los países de segunda división.

De hecho, el Congreso marcó el declive definitivo del Imperio Español como potencia mundial. Por un lado, los territorios americanos habían iniciado ya el camino que los llevaría a la independencia y por otro, en el trono teníamos al bestia de Fernando VII, durante cuyo reinado tocamos fondo en casi todos los sentidos. El descenso a la segunda división fue tan brusco que España no volvió a pintar algo en el concierto internacional hasta el último cuarto del siglo XX.
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