Te suben en un avión, te enseñan Viena, te pagan una pasta y tú, todo lo que tienes que hacer, es sonreír. Aunque no sepan decir tu nombre.
8 de Febrero.- Probablemente, mientras mis lectores estén con este artículo, yo estaré viendo por la tele el Opernball. Como es natural, a uno se le ocurren mejores empleos para los casi cuatrocientos jEur que cuesta la entrada. Así que, retransmisión al canto y vamos que nos matamos.
En dicha retransmisión, uno de los puntos infaltables será la entrevista de la ORF con la invitada de Lugner.
El millonario austriaco trae, desde 1992, a algún invitado “estelar” a su palco. Lugner acude como siempre a celebridades americanas que están más o menos de capa caída y necesitan un dinero que resulta fácil ganar. Al fin y al cabo¿ A quién no le gusta un baptisterio romano del siglo primero? Pues eso.
Uno viene en avión, le recibe un señor anciano del que no ha oído hablar nunca. Un hombre con pinta de estar siempre dos puntos por debajo del coma etílico y tres puntos por encima de la sobriedad. Caballero a propósito del cual, lo único que uno tiene claro es que se ha puesto en contacto con la agencia que le lleva a uno y que le paga una pasta. Le llevan a ver Viena, que siempre gusta.
Después tiene que comparecer ante los medios (momento en el que el invitado recuerda, quizá con nostalgia, aquellos tiempos en los que los medios estaban interesados de verdad en lo que uno tenía que decir). Contesta cuatro cosas. Al fin y al cabo, si uno dice alguna tontería, en Estados Unidos no lo van a leer (¡Ya quisiera uno!). El señor entre achispado y gagá le exhibe a uno. Uno firma cuatro autógrafos a gente que se acuerda de cuando uno era alguien.
Luego va al Opernball, como quien visita los rituales pidiendo una buena cosecha de alguna etnia de África Central. No entiende nada, pero todo le parece precioso. Toda esa gente en traje de noche y frac. Llegada una hora prudencial (la media noche) devuelve las joyas alquiladas, el traje de lo mismo, se lleva de la habitación del hotel todo lo que no esté clavado o lleve algún dispositivo antirrobo. Con la ojera puesta, se vuelve a subir al avión, se toma un orfidal y, cuando llega a Güisconsin, le dice a sus amistades:
-Chica, en Europa saben vivir.
Este año, la “víctima” de Lugner ha sido Priscilla (Beaulieu) Presley, viuda del cantante americano, próspera empresaria y dócil celebrity de alquiler a tanto la hora.
Ayer, como es tradicional, Richard Lugner la exhibión ante los medios. Le costó decir su nombre (el de ella, no el suyo propio). Se atascaba en la segunda sílaba. No conseguía decir “Pris-sila” que es como se pronuncia en inglés y al final, tras mucho forcejeo, la llamó “prisquila”. Curiosamente, demostrando que los libros no son exactamente lo suyo, Richard Lugner acertó, ya que “prisquila” (o sea, “la pequeña Prisca”) sería lo que hubiera dicho Julio César.
Muy diplomáticamente, la invitada de Lugner no se metió en muchos jardines, a preguntas de los periodistas, alabó a su anfitrión (de nuevo: ¿A quién no le va a gustar un baptisterio romano del siglo primero?) y él dijo de ella que era una mujer de muy buen conformar (Pflegeleicht) y con mucha marcha en su cuerpo. Hombre, si te vas a llevar varios miles de jEur por tu cara bonita, no es para menos.
Luego “Prisquila” firmó los autógrafos de rigor a personas que, más que a verla a ella, iban a ver una reliquia de Elvis (algo así como si fueran a ver una tostada mordida por El Rey en una urna de cristal). Esta noche llevará un vestido de Nina Ricci y zapatos (cómodos) de Balenciaga. A los setenta y ocho, por muy viuda de Elvis que seas, no estás para andar con taconazos.
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