Mañana, los reyes de España, Don Felipe y Doña Letizia, cumplen veinte años de casados. Aquí, como “semos” república, no hay bodas reales.
21 de Mayo.- Mañana, día 22, los Reyes nuestros señores, Felipe y Letizia, cumplen dos décadas compartiendo las alegrías y las penas, la salud y la enfermedad (él tiene cierta tendencia a escachifollarse los remos y ella tiene dolores de pies), la riqueza (bastante) y la pobreza (poca), los suegros (ahí la peor parte, visto lo visto, se la ha llevado ella) y a Jaime Peñafiel.
En las últimas fotos se les ve relajados y felices en compañía de sus hijas, como una familia más. En general, uno puede imaginarse al rey Felipe leyendo el artículo de Lorenzo Silva en el ABC los domingos y a la reina Letizia leyendo a Murakami (yo creo que a la reina le debe de gustar Murakami y si no, Paul Auster o Irene Vallejo). Sus dos hijas, más allá de que, por lo que parece, no se parecen mucho a sus primos (gracias a Dios) son una incógnita, y está bien que sea así, porque las muchachas tienen derecho a vivir su vida un poco, que ya les llegará la hora de las preocupaciones a su debido tiempo.
Dado que Austria es una república desde 1918, hace más de cien años que no hay una boda real aquí.
¿Echan de menos esta circunstancia los austriacos? La echan. Pero no por la monarquía en sí (apañados estaríamos si tuviese que reinar el pretendiente actual, que es talmente como una mata de habas, según dicen las malas lenguas) sino por la pompa y por el boato.
UNA BODA POR TODO LO ALTO
La última boda real en Austria se celebró el día 21 de Octubre de 1911. Los contrayentes fueron el futuro emperador Carlos (de Habsburgo Lorena) y su prometida, Zita de Borbón y Parma. Los dos guapos, ambos algo sosainas, los dos beatísimos hasta decir basta y los dos, pobres míos, con un papelón por delante, como fue el de gestionar el ocaso del Imperio austro-húngaro.
Se casaron en el castillo de Schwarzau, propiedad de la familia de Borbón-Parma, reformado para la ocasión.
Como solía suceder en aquella época, y un poco en esta también en ciertos ambientes, la boda fue el resultado de los encuentros endogámicos dentro de su misma clase social. Los novios se conocían de toda la vida, desde la infancia, pero no fue hasta dos años antes de la boda, en 1909, cuando repararon el uno en el otro (“mírala, grácil como una libélula”, diría él y ella diría “qué príncipe más guapo y además es un santo varón, me lo pido”).
Luego, él le pidió matrimonio a ella y, a partir de entonces, hicieron un noviazgo pío (tan santo que el novio fue beatificado más tarde).
Tras la pedida de mano, se iniciaron los preparativos de la boda, que incluyeron (queda dicho) la renovación del castillo de Schwarzau y la confección del vestido de la novia, el cual fue encargado a una casa de modas de la Kartnerstrasse. Era de satén “Duchesse” y llevaba una cola de tres metros bordada con flores de lís, emblema familiar, y azahares, símbolo de pureza sin mácula.
Más en secreto se llevó, como es lógico, la confección de las largas y complicadas capitulaciones matrimoniales porque ya se sabe que, en estos casos, los contrayentes (sobre todo las novias) firman contratos leoninos, porque en estos entornos tercamente machistas flota siempre la sospecha de que la novia es una lagarta hasta que no se demuestra lo contrario (que se lo digan a la pobre reina Letizia, si no).
El vestido de la novia fue expuesto durante un tiempo, para que aquellas personas que estuvieran interesadas pudieran verlo (hay que tener en cuenta que, en aquellos momentos, no había tele y el cine estaba en mantillas, con lo cual no había mucha posibilidad de “golismear” en las bodas reales).
La prensa se encargó también de cubrir todo el asunto con el merengue rosa correspondiente y de inventar la historia de amor.
A fuer de católicos, los novios apenas estuvieron solos antes de la boda. Ella estuvo custodiada en Schwarzau dedicada a aprender checo y húngaro y él estuvo en un cuartel (Brandeis). De vez en cuando, les dejaban visitarse. Karl le regaló a Zita un collar de perlas de 22 vueltas (nada más y nada menos).
Para la boda se organizó una gran fiesta, como es lógico. La pareja recibió múltiples regalos. Sobre todo ella. Bordados, joyas, porcelanas y hasta un cuadro regalo del papa Pío copia de una pintura de Leonardo.
Su familia puso teléfono en el castillo, para que pudieran felicitar a los novios aquellos ricos y famosos que no pudieron desplazarse a Austria para asistir a la boda personalmente. Una estafeta de correos “pop up” recogió las felicitaciones llegadas por carta.
El día de la boda hizo un tiempo estupendo (un “tiempo emperador” lo llaman aquí) y fue el emperador en persona el que se personó para dar sus bendiciones. En la corta película que ha sobrevivido se ve a un achacoso emperador Paco Pepe, muy sonriente, acompañando a la pareja.
Por cierto, la novia fue llevada al altar por el Archiduque de Madrid (chúpate esa). Es un título que se concedió a sí mismo, porque él lo valía, el archiduque Carlos María de Borbón, nacido en Liubliana (entonces aún Leibach) de padre español. Era el pretendiente al trono de España (y olé) por el lado carlista.
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