Lo que he aprendido de mis amigos musulmanes

Tras la cancelación de los conciertos de Taylor Swift llega la resaca ¿Qué podemos hacer nosotros para que cosas así sean menos probables?

9 de Agosto.- Si uno pasea por Viena a estas horas, no hace falta mucho para que se encuentre con muchachas jóvenes con atuendos de lentejuelas o, en todo caso, con mucho brilli brilli. Son las „swifties“, o sea, las fans (las „fanas“) de Taylor Swift.

La cantante norteamericana ha tenido que suspender los tres conciertos con los que tenía a sus admiradoras expectantes. Ha sido, como contábamos ayer, a causa de una amenaza cierta de terrorismo islamista. A las dos detenciones de ayer se ha sumado hoy la de un tercer imbécil, un iraquí el cual, por lo visto, también formaba parte de la red de aprendices de asesino.

Las reacciones a la cancelación en internet han sido, en mucha medida, de oido hacia las mujeres. Más que de odio, de desprecio. Se supone que Taylor Swift es una cosa “de niñas” y que, por lo tanto, lo que un machista de mierda piensa que son “las niñas” (o sea, unas criaturas que no tienen cerebro y dan grititos histéricos) no tienen derecho a tener ídolas.

Por otro lado, Taylor Swift también es una persona que, como muchas personas de su profesión, cimenta su éxito en una supuesta relación íntima y personal con su público. Pues bien, de momento, la “ídola”, quizá aconsejada por su departamento de prensa, no ha emitido ni una corchea ni una declaración a propósito ni de la suspensión de los conciertos ni de los motivos que han llevado a tomar esta decisión.

Se conoce que las diosas vestidas con brilli brilli, cuando suspenden, lloran tres minutos y luego, to another thing butterfly.

Pensando en la cuestión, a mí me ha venido a la cabeza otra cosa.

Por razones laborales paso mis días con personas procedentes del mundo árabe. Digamos que un ochenta por ciento de mis compañeros de trabajo son del norte de África o de los Balcanes y muchos de ellos profesan la religión musulmana. Cuando toca el Ramadán, los que somos católicos (poco, mucho o mediopensionistas) nos admiramos de su valor al afrontar el ayuno y, en general, entre nosotros reina la concordia, sin que se dé una voz más alta que otra.

Estas navidades pasadas, en la fiesta de la empresa, pegué yo la hebra ya a las tantas con un compañero que acaba de tener un niño. Mientras nos congelábamos (él estaba echando un cigarrito) en esa hora de las confidencias me explicó que se ha propuesto trabajar para darle a su niño una identidad. Siendo él de un país del Magreb y su mujer francesa, me explicó que tenía mucho miedo de que, siendo algunos austriacos como son -todos sabemos cómo son y si no, no hace falta más que leer algunos panfletos racistas que llevan circulando desde ayer- su niño, cuando estuviera en una edad vulnerable, pudiera encontrar en el paraíso fácil, distópico y lisérgico de los radicales, unas raíces, un sentido de pertenencia.

Yo entendí perfectamente lo que quería decir y lo he recordado estos días. Por lo menos dos de los tres detenidos por planear atentados y muertes, a una edad en la que su máxima preocupación debería ser seducir a las chicas o a los chicos que más les gustasen, han nacido y han crecido en Austria pero, por lo que sea, no han conseguido que Austria sea su casa.

Por supuesto, hay decenas de miles de chicos (chicos en particular) que viven un poco desubicados en una sociedad que no les da referentes -en la tele, por ejemplo, es como si no existieran musulmanes en Austria-. Una desubicación que se extiende también a la propia idea de la masculinidad (¿Qué es ser un hombre en 2024?) . Naturalmente la inmensísima mayoría de ellos lo sobrellevan como pueden y no les da por matar a nadie ni por inmolarse, ni nada por el estilo. Pero uno tiene la sensación de que, en un mundo como en el que vivimos, deberíamos esforzarnos todos más por crear sociedades de verdad inclusivas y esa inclusividad, sin ser la panacea, podría servir de garantía y de dique de contención de muchas cosas.

Gracias a mi trabajo y a mis compañeros, singularmente gracias a mis compañeras, he aprendido muchísimas cosas de los musulmanes y de las musulmanas ya que, aunque nunca he sido racista, su cultura y las peculiaridades de sus costumbres eran para mí bastante desconocidas. Quizá la principal cosa que me han enseñado estos años que llevo trabajando con ellos es que la mayoría de los prejuicios y de los miedos nacen de que el noventa y nueve por ciento de los racistas y de los xenófobos no han visto nunca a un musulmán en carne mortal, ni jamás han tenido curiosidad por acercarse y preguntar. Es una cosa que tanto los musulmanes y las swifties tienen en común: si la gente conociera a los primeros y se molestase en entender a las segundas, se evitarían muchas tonterías.


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