Richard Lugner, personaje con luces y sombras (más las segundas) ha fallecido hoy a los 91.
12 de Agosto.- Todas las sociedades son como aldeas. O sea, hay una serie de personajes populares a los que todo el mundo conoce y de cuya suerte todos se sienten más o menos partícipes. Se puede decir que son parte del paisaje. De muchas de esas personas todos sabemos, o creemos saber, más que de muchos de nuestros allegados.
Una de esas personas, en Austria, era Richard Lugner, fallecido hoy en su casa, seguramente mientras dormía, a la edad de noventa y un años. Durante varias décadas, por lo menos en las últimas cuatro, Lugner, liberado del lastre que supone el sentido del ridículo, se especializó en convertir su vida (especialmente la parte más chusca de ella) en una especie de reality show que, a ratos, rozaba lo siniestro. Quien más entendió esto fue Deix, el caricaturista, y es bastante probable que Richard Lugner se pareciese bastante a esos dibujos grotescos con los que fue retratado durante la peripecia rocambolesca que fue su candidatura a la Presidencia de Esta Pequeña República.
Para la historia, la leyenda del hombre hecho a sí mismo. Que cimentó su fortuna en algo tan poco atractivo como era la construcción de gasolineras. El dinero (“el oro del becerro” como decía Antonio Gala, que en paz descanse) le abrió a Lugner los programas de la televisión, y las fiestas, singularmente el Opernball o Baile de la Ópera, en donde solo tenía billete de pago.
Pronto, Lugner comprendió que, si no tenía la simpatía de los ricos y poderosos (en un país tan ferozmente clasista como es Austria) por lo menos tendría la del pueblo si jugaba la carta de ser un objetivo aspiracional. Quizá no lo formuló en esos términos, pero a fe que lo puso en práctica. Como otra persona de mucho mejor fondo, Carmen Sevilla, Lugner, que no tenía un pelo de tonto, jugó a conciencia la carta de ser ese caballero un poco despistado, un poco chusco, que no se enteraba de nada y cuyo principal objetivo era babear detrás de rubias que iban siendo cada vez más jóvenes y cada vez más rubias conforme su pretendiente iba necesitando más y más un braguero.
El mundo de Lugner era el de la prostitución. O el de las prostituciones. Desde la más cara, representada por los famosos invitados del baile de la Òpera, que se alquilaban a tanto la hora y a tanto la foto, a la más barata, en la carne mortal de esas chicas a las que Lugner, para más humillación, bautizaba con nombres de animales. Había empezado así con una de sus esposas, ya para siempre conocida como ”Mausi” (ratoncita) Lugner, a la que luego sucedió un auténtico zoológico de colibríes y gorrioncillas.
Un sórdido harén de pobres chicas que cobraban (y cobran) a tanto el litro de babas y que luego se reciclaban en carne de Instagram para ser deglutidas por la picadora de carne de la prensa basura austriaca.
En el mundo de Lugner eso era posible porque es un mundo que funcionaba (funciona aún) con esa ley del embudo que es la ley de la oferta y la demanda, en donde son libres solamente aquellos que tienen el dinero suficiente como para comprar la libertad de otros.
En lo político, Lugner era un notorio simpatizante de la extrema derecha. Quizá porque, al no ser demasiado listo para las cosas verdaderamente importantes de la vida -hacer dinero no es tan difícil, al fin y al cabo- el rudimentario credo ultra era para él un argumentario fácil de seguir. Como los ultras, también se complacía seguramente en pensar que era un miembro del pueblo que había conseguido asaltar los cielos.
Hoy ha muerto y con él dicen que se ha terminado una era. Ojalá fuera verdad.
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