Las confesiones de los terroristas de los conciertos de Taylor Swift han salido a la luz. Una cosa ha quedado meridiana.
16 de Agosto.- En los últimos tiempos se ha puesto de moda el género del “True Crime” o sea, esas películas, series o documentales que, con más o menos salero, reconstruyen crímenes famosos por su repercusión mediática o por ser especialmente truculentos. No es, de ninguna manera, un género nuevo. Desde que el cine es cine (o sea, desde el amanecer del siglo pasado) se han hecho películas basadas “en hechos reales”. De hecho, el pistoletazo de salida del cine como arte (nunca mejor dicho) fue una película de crímenes: El gran robo del tren, de D.W. Griffith.
Como conocedor de la carpintería narrativa, una de las cosas que me llaman la atención es que, para que la historia sea interesante, por lo general los guionistas se ven obligados a adornar un poco la figura del criminal. Y es que una de las cosas que quedan claras cuando uno ve estos productos es que los criminales, por lo general, son gente de vida muy triste y muy poco interesante. En una palabra: unos pobres desgraciados (o unas pobres desgraciadas) para los que el acto delictivo es, en el mejor-peor de los casos, un acto de reivindicación de la propia razón de estar en el mundo.
EL ASESINO: ESE TOSTÓN DE PERSONA
El asesino (la asesina) más corriente suele ser una persona mediocre, muy gris, algo infantiloide, y con una inteligencia emocional nula, como nula es su empatía. En general, antes del crimen que marca su vida, su entorno les ignora o les tiene en poca estima. Un rasgo común de todas estas personas es que viven dentro de una campana llena de un silencio espeso. Ellos quisieran que sus actos dejaran huella, pero dado que sus actos, por lo general, son una mierda pinchada en un palo, se enfrentan con la indiferencia general.
De esta manera se convierten en objetos combustibles, que arden en cuanto hay una oportunidad. Una llamarada, el crimen, y luego, largas décadas de mediocridad penitenciaria.
Ayer salió a la luz en los medios austriacos la confesión del muchacho de 19 aöos detenido por planear un atentado en uno de los conciertos de Taylor Swift.
LOS DE TAYLOR SWIFT
Uno por uno, se confirman todos estos rasgos. Naturalmente, “coloreados” con otros problemas, como la falta de integración y la crisis de una idea de la masculinidad (todos estos pobres desgraciados están muy inseguros de su hombría e intentan “compensar” perteneciendo a una fratría). Beran A. intentó superar la mediocridad amarga de sus circunstancias, su falta de cultura, su falta de futuro, su falta de ningún rasgo por el que nadie pudiera tenerle cariño o simpatía, entrando en el islamismo radical, pero los hay que se hacen neonazis, con los mismos o parecidos efectos. Es todo el mismo material humano defectuoso.
Aunque no se deba escribir dos veces en el mismo artículo la expresión “mierda pinchada en un palo”, la vida que Beran A. llevaba antes de planear sus crímenes (afortunadamente frustrados) se ajusta como un guante a esa descripción. Sus días se le iban en ir al gimnasio, en jugar a la playstation, en leer el Corán, en escuchar himnos islámicos (los islamistas radicales no escuchan otra música) y en hacer scroll incansablemente en el móvil, metido en una burbuja de gente pirada que le decía cosas en videos sin pies ni cabeza.
No tenía amigos. Ninguno. Como sucede con todos los adeptos a las sectas (y el islamismo radical es una secta) los había ido dejando por el camino conforme su proceso de sumergirse en las heladas tinieblas de la radicalización le había ido exigiendo más y más sacrificios. Sus dos gurúes son dos alemanes llamados Marcel Krass y Abul Baraa, un par de salafistas que se dedican a esparcir sus brutalidades por las redes. En cierto modo, son como este tipo que ofrece el paraíso y la riqueza si haces burpees y le pagas sus cursos de mierda para ser un gymbro. A los salafistas les da por la religión. O por lo que ellos piensan que es la religión.
FANTASÍAS TERRORISTAS DE AYER Y HOY
A preguntas de los policías, Beran A. dijo que no tenía ningún plan exacto ni tampoco fecha exacta para delinquir. La infantilidad y, por qué no, la cortedad de entendederas también, queda reflejada en este detalle. Según él iba a “improvisar sobre la marcha” una vez viera la actitud del personal de seguridad.
Durante el proceso de preparación de los atentados, y de acuerdo con lo investigado por los policías, Beran A. intentó fabricar una bomba para que su atentado fuera también suicida. Ya fuera porque la receta era una magufada o por la falta de conocimientos del interesado, la bomba no le salió bien. Por suerte para todos.
Durante su declaración, Beran A. también ha admitido haber tenido contacto y comunicación con otro de los detenidos, un tal Luka, de raíces turcas. Este otro desgraciado, de 17 años, estaba desde hacía tiempo bajo vigilancia de las fuerzas policiales.
Después de los juicios, que es probable que atraigan la atención de los medios, estos dos tipos se hundirán, sin heroicidad ni romanticismo, en las profundas aguas del olvido hasta que, en algún momento, dentro de cincuenta o sesenta años, se mueran sin que nadie lo sienta ni tenga pena por ellos.
Quizá sea esa su peor condena: después de un minuto de atención pública, una larga eternidad de olvido.
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