Cuestión de tiempo

Está pasando en Europa, y es cuestión de tiempo que pase en Austria. Quizá deberíamos pensar un poco sobre ello.

 

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21 de Agosto.- Resulta muy curioso observar cómo las llamadas redes sociales han crecido y han mutado hasta convertirse en el fenómeno peligroso que son hoy: uno de los peligros más grandes que amenazan nuestras democracias y nuestro estilo de vida.

El núcleo de las redes sociales consiste en un razonamiento, o un par de razonamientos, cuyo fondo es absolutamente monstruoso: el primero se podría expresar con una frase de la forma “todo el mundo tiene que tener una opinión sobre todas las cosas” y el segundo sería “todas las opiniones son igual de importantes y merecen el mismo grado de respeto”.

Durante la pandemia, ya nos dimos cuenta de a qué llevaba este estado de cosas. Recordarán quienes me lean que nos echábamos las manos a la cabeza cuando teníamos que leer las tonterías que dijera cualquier majadero/a. Tonterías para las que dicho/a majadero/a exigía el mismo respeto que el que es lícito guardar hacia las opiniones de personas que han estudiado, por ejemplo, medicina.

Otro aspecto perverso de las redes sociales es la capacidad de crear opinión con fines interesados y a un coste económico irrisorio.

La Federación Rusa, con una larga tradición en la desinformación que data del siglo XIX (una de sus obras maestras fueron los falsos “protocolos de los sabios de Sión” que fueron el origen de la bárbara persecución nazi de los judíos) supo esto desde el principio. Desde las granjas de troles que hacen el trabajo de picar piedra en los bajos fondos de internet, hasta los artilugios informáticos (Cambridge Analytica) que llevaron a un cabestro como Trump a la presidencia. Las redes sociales están construidas de manera que caigan los filtros, con la igualación brutal de todas las opiniones, que mencionábamos más arriba, y que sea imposible saber si detrás de mil cuentas hay mil individuos con nombres y apellidos o una sola persona.

Son precisamente esas cuentas coordinadas detrás de las que nadie sabe quién está, las que realizan la lluvia fina que termina acumulándose en la conciencia de la sociedad y creando estados de opinión que, en un momento dado, estallan y son imparables.

Para cuando los manifestantes de extrema derecha salen a la calle a cazar “extranjeros” como en Inglaterra, ya es demasiado tarde. Esa explosión es el producto de meses y meses de noticias falsas o deformadas en las que los extranjeros son los protagonistas. Noticias que acumulan combustible. Para que ese combustible prenda, no hace falta más que un político irresponsable, deseoso de atención, o un crimen o simplemente un bulo. Eso, y el deterioro del nivel de vida de ciertos estratos de la población hace el resto.

En Austria, los expertos ya han advertido en el Parlamento del peligro que suponen las redes sociales para la democracia (lo conté en este artículo) y, más en concreto, el uso que los políticos hacen de las redes sociales para esparcir infamias o espíritu de cohesión entre sus adeptos y ya hace meses pedían algunas medidas, como un código ético o la identificación obligatoria de los opinantes en las redes sociales para que quien diga algo de alguien tenga que responder, en caso necesario, ante la ley pero también para que se vea afectado por el deber de rectificación como ya sucede con los medios llamados “tradicionales”.

Y, sin embargo, el peligro lo llevamos todos nosotros en la mano. Cada vez que difundimos noticias sin comprobarlas, cada vez que damos pábulo y credibilidad a rumores, cada vez que nos escudamos en el anonimato para hacer comentarios vejatorios contra personas, cada vez que somos desagradables o insultamos, sin entender que las mismas reglas que sirven en el mundo real deben regir también en las redes.

En España, un horrendo crimen, cometido por un perturbado, ha servido de excusa para gente desalmada empezara a difundir noticias falsas sobre los extranjeros. Han podido hacerlo porque no hay ningún control y donde hay impunidad, ya se sabe, crecen las plantas más putrefactas. Si no hacemos nada, Austria puede ser el próximo sitio en que suceda.


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