Excursiones de una tarde de verano

En la localidad de Sankt Andrä hay un lugar misterioso. El objetivo ideal para una excursión de una tarde de verano.

 

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27 de Agosto.- La carretera que va hacia la población de Sankt Andrä, en Burgenland, está empapelada con carteles de la extrema derecha. Sonriente, por obra de un fotógrafo con aspecto medianamente tolerable, Herbert Kickl sonríe, su imagen acompañada de eslóganes que van dirigidos, a medias, a los indecisos y a los que pide la misma valentía que la serpiente le pedía a Eva para que le diera un buen mordisco a la manzana; a medias, pseudorreligiosos (“Hágase vuestra voluntad”).

El paisaje es llano, lleno de monocultivos diversos (vino y maíz, fundamentalmente) cultivos que, si bien le hacen la vida más complicada a las abejas y a otros animales, fomentan una relativa prosperidad de la zona.

Nuestro primer objetivo es el Zicksee o, mejor dicho, lo poco que queda de él. El año pasado, el Zicksee, antiguo santuario de aves migratorias, se secó y se quedó convertido en una lengua de arena blanca barrida por todos los vientos. Quedaron en secano las casetas para que se cambiaran los bañistas, la caseta del club de surf, y un tobogán por el que los niños solo podía tirarse hacia la nada.

Las tormentas de verano y algunas lluvias, han conseguido que el Zickersee se haya ido recuperando (no mucho) sobre la escasa lámina de agua, caminan algunas aves cuyo nombre desgraciadamente ignoro y algunas grullas elegantes.

Por lo que en otro tiempo era la orilla del lago pasa una carreterita estrecha para uso de ciclistas y amantes de la naturaleza.

En un banco, una señora medita mientras mira por un inmenso catalejo las evoluciones de los pájaros.

Después de pasear entre los campos que ya se van acostumbrando al fin del verano, nos ponemos en camino hacia el objetivo más insólito de nuestra excursión: el monasterio ortodoxo (griego) de San Bartolomé.

No es fácil de encontrar.

Después de dar vueltas por Sankt Andrä, al llegar a un recodo nos rendimos y le terminamos preguntando a Google maps el cual, diligente, nos da las oportunas explicaciones.

Resulta que solo estamos a dos minutos.

Es posible que cuando llegues a la “capele” de San Bartolomé esté cerrada”.

-Pues estamos apañados.

-Vamos de todas formas.

El Monasterio de San Bartolomé está en la calle de la estación de tren. A la puerta, hay un hombre vestido de negro (luego, nos enteramos que es uno de los dos novicios) el cual hace las veces de portero.

Cuando aparcamos el coche le preguntamos al hombre si la capilla está abierta. Sonriente nos dice que pasemos. Entramos en un patio que, a esas horas -y quizá siempre- está tranquilo.

Hasta nosotros llegan los sonidos rítmicos y salmodiados de unos rezos.

Un poco dubitativos, caminamos por el jardín, que tiene unos pocos metros de ancho. Descubrimos una capilla que está vacía y entramos. Está presidida por un icono de la virgen Maria (María Protectora, que es otra de las advocaciones del monasterio). Un poco por costumbre nos santiguamos.

Al salir, nos encontramos con un hombre joven, quizá de treinta años, vestido de negro, con un gorro o bonete del mismo color. Pelo largo y barbas que esperan ser algún día venerables.

Nos saluda muy dulcemente, de manera casi maternal, y nos invita a pasar a la iglesia.

-Estamos rezando completas, es cosa de diez minutos.

-Pero ¿Nos podemos sentar?

-Naturalmente, con mucho gusto.

Entramos a la iglesia propiamente dicha, decorada con iconos de muchos santos que no podemos identificar y de otros que sí. El frente está ocupado por el iconostasio y en él, como es tradicional, está Jesucristo a la derecha y la virgen con el niño a la derecha. También San Juan Bautista y, por supuesto, San Bartolomé. En el centro, una anunciación.

El otro novicio (húngaro) lee un texto en griego. Los otros monjes contestan o se santiguan y uno no sabe bien qué hacer. A esto, parece el orondo pope, el cual le dice al monje que nos ha recibido que nos comunique que tenemos que levantarnos de las sillas, primero, supongo, en señal de respeto y, después, porque el rezo llega al tramo que es de especial importancia para la salvación del mundo.

El monje joven y maternal así nos lo indica. De modo que nos levantamos. Cuando cesa el rezo, el pope coge las de Villadiego y el monje dulce nos explica parte de las cosas que yo he contado más arriba (no las repetiré) y, después de preguntarnos de dónde venimos, nos explica que el monasterio se construyó uniendo dos casas particulares que le fueron regaladas a la comunidad por algún fiel difunto – ¿Algún griego inmigrante?- la cosa recuerda un poco a las fatiguitas que pasaba Santa Teresa para fundar sus cenobios.

Preguntamos las cosas que nos van produciendo curiosidad y el monje, pacientemente, muy sonriente, nos las va explicando.

Al final, nos despedimos y el novicio polaco nos abre la puerta. Dejamos atrás el silencio y la vida ignorada del monasterio. Quizá la paz.


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