Ayer fue enterrado Richard Lugner, un excéntrico para unos, el Gil y Gil austriaco para otros.
NOTA: Debido a causas familiares, hoy desgraciadamente no habrá La Tarde en Directo. Se sienten las molestias.
1 de Septiembre.- Uno de los placeres de la vida que solo se descubre con la edad es el de las amistades de largo recorrido. Pocas cosas hay más placenteras que el conocer a una persona desde hace muchos años y mantener la relación durante varias etapas de la vida.
Este verano, vino a verme mi amiga A., a la que conocí en la prehistoria de mi vida actual. Fuimos compañeros de trabajo primero, compañeros de viajes de negocios después y, por fin, nos hicimos amigos.
A. tiene todas las cosas que a mí me gustan de una persona: una inteligencia agudísima, un sentido del humor a prueba de bombas y una integridad total. A. estuvo viviendo un año en Australia con el que hoy es su marido (principios de este siglo). El otro día me contaba cómo tuvieron la ocurrencia de ponerle Torrente a unos amigos australianos. La reacción fue de flipe por las dos partes y el flipe encierra varias lecciones. Los australianos no consiguieron entender el humor de Torrente y vieron la película lo mismo que si se tratara de un documento enviado por una civilización extraterrestre. Los españoles descubrieron que la universalidad tiene límites. O sea, que lo que a nosotros nos parece que debería ser válido y entendible en todas las partes del mundo, no tiene por qué ser así.
Yo diría que también se podría sacar otra conclusión y es que los que estamos fuera de una cultura vemos cosas que los aborígenes no ven por haberlas tenido todo el tiempo delante de las napias.
Los extranjeros que vivimos en Austria nos hemos tenido que enfrentar desde hace algunas semanas (tres en concreto) con un fenómeno que nos ha causado una perplejidad que se renueva. Sin duda recordarán las personas que me leen que Richard Lugner, personaje de la sociead austriaca (constructor en la vida civil y comerciante) falleció a la edad de 91 años a causa de los estropicios propios de su avanzada edad.
Lugner. 6 matrimonios (el último, a principios del verano). Hijos varios. Frecuentador confeso de señoritas de esas que se alquilan para soñar a tanto la hora, era famoso por el número que montaba todos los años con ocasión del baile de la ópera.
En muchos sentidos, vamos, prácticamente en todos, Richard Lugner era muy parecido a Jesús Gil. Ambos, Gil y Lugner, habían construido un personaje (y tal y tal) a modo de fachada, de manera que la gente les perdonara la parte más sórdida de su existencia (en el caso de Lugner, el rijo y, probablemente, otras cosas, como por ejemplo una simpatía más que sospechosa por la extrema derecha, porque ya se sabe que la decencia y la riqueza son dos condiciones que no suelen ir de la mano).
Los que vivimos aquí nos damos cuenta de que, a pesar de todo lo anterior y a pesar de que en la persona de Richard Lugner concurrían circunstancias de esas que permiten deducir que, cuanto más le conocías, más te gustaban las babosas, Richard Lugner despertaba simpatías. Incomprensibles, pero simpatías. Incluso en personas con estudios, me vengo a referir.
Ayer, con toda la pompa y el boato cutre que el interesado practicó en vida, se celebró la misa de corpore insepulto y el posterior entierro. Un funeral que el muerto, seguramente haciéndose la ilusión de que lo iba a ver desde algún sitio, había planeado al milímetro.
De cuerpo presente, en un ataúd rojo coronado por un sombrero de copa, los restos mortales de Richard Lugner fueron observados y fotografiados con una concurrencia abundante. En la catedral de San Esteban no cabía un alfiler. Dado el interés público suscitado por el sepelio, incluso el tercer canal de la ORF lo retransmitió en directo.
El público en la catedral estaba compuesto sobre todo de „funeralistas“ profesionales. O sea, esa gente que va a los entierros de los famosos solo para poder decir que ha estado allí. Pero también una colección de amigos del muerto o de personas que decían que lo habían sido (irónicamente, la muerte de Lugner juntó en la catedral a dos buenas piezas como Johann Gudenus o Strache). Cómo no, también estuvieron las viudas e hijos del difunto, todas y todos vestidos como si fueran a salir de extra en un episodio de Los Soprano y todos los supervivientes de lo que, en una época, se llamó los „adabei“ (el famoseo B de Austria, vaya).
En general, todo lo que se pudo ver por televisión parecía de mentira. Incluyendo el cabreo de Peter Westenthaler (ese ser) a cuenta de los comentarios de los expertos de la ORF (totalmente comprensibles, por otra parte).
Era todo costra, era todo caspa, era todo cutrez. A pesar de todo, a muchos austriacos (incluso con estudios) les pareció entrañable.
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