Hoy se cumplen 80 años de la liberación de Auschwitz-Birkenau, un lugar en donde el vocabulario se agota y el horror no tiene fondo.
En febrero de 2020 aún no lo sabíamos, pero el mundo se preparaba para una pandemia. Ignorante, como todos, de lo que se nos venía encima, yo pasé unos días en Cracovia con una amiga. Ella quería documentarse para escribir un libro. Visitamos el memorial del campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau. Fue mi último viaje en mucho tiempo. Como hago siempre, conté lo que vi y lo publiqué en Viena Directo.
Hoy es el 80 aniversario de la liberación del campo de exterminio. Recupero hoy aquellas notas. Mis lectores verán por mis ojos lo que queda de aquel infierno.
Auschwitz-Birkenau
Quizá por la cantidad de « colgaos » que hay por el planeta, no puedes ir al antiguo campo de concentración de Auschwitz, ni a su ampliación posterior, Birkenau, sin acreditar tu identidad.
Cuando uno reserva la visita tiene que llevar obligatoriamente carné o pasaporte. Con estos documentos y los compobantes de nuestra reserva debidamente a la vista, mi amiga y yo nos apostamos en lo que, por lo que parecía, era el punto de encuentro de nuestro tour.
Al objeto de evitarle a los lectores eventuales chascos, en el caso de que quieran emprender un viaje semejante, les explico que en Cracovia funcionan de una manera muy curiosa. Hay un marca general (con una página web) que se llama get your guide. Sin embargo, bajo esta marca paraguas funcionan otras empresas, de manera que hará bien el lector en verificar bien el punto de encuentro y la empresa que le ha vendido la visita, al objeto de no pasar frío a lo tonto modorro.
Por suerte, el 13 de Febrero amaneció un día soleado.
Mientras llegaba nuestro bus, yo jugaba a intentar averiguar las motivaciones de la gente que esperaba emprender la marcha hacia Auswitz.
Había muchas, por supuesto, muchas personas jóvenes (de hecho, Cracovia está llena de personas jóvenes, quizá porque hasta allí vuelan las líneas aéreas baratas o porque es un objetivo predilecto del interrail) y Auschwitz, aunque parezca un poco frívolo decirlo, es una de las industrias locales, al haber convertido los polacos el antiguo campo de concentración en una atracción turística.
Había también personas de una cierta edad en quienes se podía reconocer cierta avidez por las emociones fuertes. Gente con suficiente experiencia de la vida como para haberse dado cuenta ya de que nadie es inmortal y, por lo tanto, gente con edad suficiente como para poder apreciar mejor las horribles condiciones en las que los reclusos vivían en el campo de concentración, despojados no solo de los bienes materiales más elementales, sino también de cualquier tipo de dignidad o bienestar emocional.
La minoría, según a mí se me alcanzaba, era la gente que unía, al deber de ver la meca del horror por lo menos una vez en la vida, la curiosidad histórica.
Los autobuses llegaban y se bajaba de ellos un guía displicente que iba cantando los nombres de los turistas que habían comprado una visita en inglés o en italiano.
La gente se iba acercando con sus « vouchers », tímidamente, y al fin subían al autobús. Era un poco una imitación benigna de las horribles escenas de los cuarenta y eso, de alguna manera, creaba en el ambiente cierta electricidad, que se transmitía a los que esperaban.
Como la confusión era grande, mi amiga y yo no cesábamos de preguntar si nos tenían en las listas. Al final, resultó (ver párrafos anteriores) que la empresa con la que habíamos concertado nuestro tour no era la de los autobuses de las masas, sino una que ofrecía unos coquetos minibuses con una veintena de plazas, minibuses que estaba aparcados a pocos pasos de donde habíamos estado esperando.
Los nazis plantaron su campo de concentración a una hora y media en coche de Cracovia, aprovechando unos antiguos cuarteles del ejército polaco contruidos cerca de un pueblo y de una fábrica de la IG Farben. Una localización de lo más práctica si quieres tener obreros en condiciones de esclavitud, como es evidente.
La IG Farben, por cierto, a pesar de su nombre, era la empresa que fabricaba entre otras cosas el siniestro Zyklon B, un producto que los nazis utilizaban para asesinar personas pero que en realidad fue concebido originalmente como un insecticida. La IG Farben en la que también trabajaron obreros españoles, también fabricaba productos químicos para la casa Agfa, productora de equipos fotográficos que aún sigue funcionando.
Mientras el minibús recorría los suburbios de Cracovia primero y más tarde se alejaba de la ciudad en dirección a Auschwitz, nuestra guía, una muchacha joven y rubia, gordita y dulce, probablemente nacida con el siglo, nos puso un documental antiguo en el que se relataban las atrocidades cometidas por los nazis en el campo de concentración.
Si hubiera unas olimpiadas del mal, probablemente el equipo de cabrones e hijos de puta de Auschwitz estaría en lo más alto del palmarés. El vocabulario se agota para calificar aquellas barbaridades. En Auschwitz, por ejemplo, perpetró sus « experimentos » el siniestro doctor Mengele. Un tipo que, a pesar de ser médico, pensaba que podía cambiar el color de los ojos con productos químicos. Como un gourmet de la perversidad, Mengele seleccionaba gemelos para sus sevicias. Le inoculaba a un hermano un agente infeccioso, por ejemplo y luego, cuando moría, asesinaba al superviviente para comparar y así ver los efectos de la enfermedad.
Como el volumen al que estaba puesto el documental era casi inaudible (y casi mejor) yo me concentré en intentar sacar conclusiones del apacible paisaje polaco que desfilaba por las ventanillas.
Una cinta sin fin de pueblecitos pegados a la carretera, desfile interrumpido a veces por tupidos bosques de apariencia geométrica y obvio plantado artificial.
En cada pueblo la presencia de alguna forma altiva de una iglesia que dominaba todas las edificaciones. Era siempre el edificio más nuevo, el más alto, el más limpio, el mejor pintado. Imagenes religiosas en cada esquina. Vírgenes tendiendo las manos acogedoramente con la mirada perdida de quien no está del todo a lo que quetiene que estar. Figuras de plástico del corazón de Jesús. Flores artificiales formando collares hawaianos alrededor del cuello de los San Juanes Nepomucenos colocados en los cruces de caminos. Tractores. Tiendas de comestibles. Pueblo chico infierno grande. Calles desiertas salvo por campesinos viejos que, en grupos al lado de la carretera serpenteante, veían la vida pasar.
El minibús nos dejó en un lugar con aspecto de ser lo que quedaba de un supermercado abandondo en Chernobyl. Antes de bajarnos, la guía nos repitió que otra de las reglas es que no se puede entrar a Auschwitz con ningún bolso mayor que un DIN A-4. La bolsa de mi cámara, que es un poquito más grande, quedaba pues automáticamente descartada (después, naturalmente, me lo expliqué : en la interminable procesión de turistas arrastrando los pies que abarrota el complejo durante el horario de visita, cualquier bolsa grande podría entorpecer la marcha y provocar un accidente). Me colgué la cámara al cuello y me metí las lentes (un gran angular y un tele) en el bolsillo y, al hacerlo, no pude evitar pensar que a los judíos se les obligaba a viajar tan solo con lo que pudieran cargar.
Cuando ya estábamos en el aparcamiento, nos explicaron el programa.
En primer lugar, visita a Auschwitz. Para lo cual tendríamos una hora y media. Después diez minutos de pausa. Pasados estos, el bus nos llevaría a Birkenau (un trayecto corto). Allí pasaríamos otra hora y media.
Del aparcamiento, y tras cruzar la carretera, pasamos a una extensión llana y arbolada, que de alguna manera recordaba a la entrada de un polideportivo o algún campo de fútbol de segunda. Los diferentes grupos que iban llegando en autobuses iban guardando cola para pasar por el escáner de seguridad. Como en una fábrica o en un colegio, unos entraban, otros salían. Uno intentaba rastrear los sentimientos de los que habían abandonado aquel cascarón vacío del infierno. Sin conseguirlo. Algunos, encendían un cigarro. Muchos, hablaban entre ellos, se reían, hacían chistes ¿Qué nos esperaría ?
Entre la gente que esperaba detecté entonces una presencia hecha de líneas rectas. En el último capítulo de esta historia sabrá el lector quién era.
Las flores del mal
Uno podría pensar que, después de milenios de evolución, se nos ha atrofiado el instinto, que es en realidad una manera de llamar a todas esas sensaciones que se imprimen en nosotros pero que no sabemos verbalizar. Y, sin embargo, todos tenemos la experiencia de darnos cuenta, en décimas de segundo, que una persona no quiere nuestro bien o que pasa algo extraño con ella y que nos conviene estar bien alerta, por lo que pueda pasar.
Como fotógrafo, estoy acostumbrado a barrer de manera inconsciente lo que tengo alrededor, sobre todo si tengo la cámara colgada al cuello, como era el caso en Auschwitz.
Mientras estaba esperando a que nos dieran la señal para pasar por el escáner de seguridad, parecido al de un aeropuerto, que había a la entrada, detecté una presencia inquietante, hecha de líneas rectas. Curiosamente, la percibí de abajo hacia arriba. Unos botines amorfos y de apariencia ortopédica, dos piernas rectas, enfundadas en medias negras y tupidas. Una falda gris sin vuelo ni gracia. Un abrigo recto negro, de aspecto funcional. Una cara de expresión dura y desabrida. La nariz amorfa. Unas facciones indecisamente hombrunas. Un gorro de lana tapando el pelo. Al principio pensé que era una persona que iba en nuestro autocar y a la que yo no había visto (mi amiga y yo, como recordará el lector, habíamos llegado tarde), incluso tuve un destello de piedad, porque me pareció que el motivo de llevar el gorro era por los efectos de alguna quimioterapia. Pronto, sin embargo, algo dentro de mí se dijo que lo mejor que me podía pasar era mantenerme lo más lejos posible de aquella persona. Y más cuando descubrí que sería ella la que nos guiaría a través del antiguo campo de concentración.
Tras pasar el registro, recogimos unos auriculares y un chisme transmisor que nos colgamos al cuello. La guía nos congregó a su alrededor e hizo una prueba de sonido. De una manera cortante, parecida a un ladrido, le reprochó a una señora su lentitud a la hora de ponerse los auriculares. Luego, nos explicó que había sitios en el campo en donde no estaba permitido « bajo ninguna circunstancia » hacer fotos. Nos explicó que debíamos mantener en todo momento la compostura y el respeto porque estábamos « en uno de los lugares más dramáticos de la tierra » (esto lo repitió ciento cincuenta veces por lo menos a lo largo de las cinco horas siguientes). Como si fueramos a ir a un lugar amenazador, nos encareció que no nos separásemos del grupo por nada en el mundo y nos recordó que estaba prohibidísimo fotografiarla, grabarla a ella o grabar lo que decía (una idea que no se nos hubiera ocurrido ni remotamente, porque dudo que ni siquiera sus familiares más próximos hubieran querido conservar ninguna imagen de aquella górgona). Después nos dijo que todo lo que iba a explicar lo iba a explicar muy claro, dando a entender que si, a pesar de todo, eramos tan sumamente retrasados como para tener preguntas que hacerle, las contestaría con gusto.
Dicho esto, echó a andar hacia la famosa puerta en donde el sarcástico lema « Arbeit macht frei » (el trabajo os hará libres) se ha hecho el equivalente contemporáneo del frontispicio del infierno de Dante, en donde ponía « Lasciati ogni speranza ».
Tras prasar bajo aquel arco ominoso uno se encontraba en un ordenado conjunto de edificaciones de ladrillo, de dos plantas. Barracones que, en el momento de su construcción (presumiblemente poco después de la primera guerra mundial) estarían destinados a alojar a una tropa más o menos ruidosa de reclutas. Entre los barracones, el suelo de tierra estaba sin asfaltar y recordaba de alguna manera al primer colegio al que yo fui de niño.
A cada barracón se entraba por una única puerta a la que se accedía por una escalerilla de ladrillo. Dentro, el suelo era de terrazo. Del mismo terrazo que es tan corriente en Centroeuropa. Los peldaños de las escaleras que subían a pisos superiores o que bajaban a los sótanos tenebrosos, estaban gastados, como si una corriente de agua hubiera rodado por ellos durante siglos interminables. Los guías, en diferentes idiomas, iban pastoreando a una masa enorme de personas, de todas las edades, que andaban por aquellos lugares en donde el horror había tenido su emporio, pero que ahora eran un cascarón vacío en donde reinaba un cierto ambiente escolar y en donde era muy difícil, salvo en muy pocos casos, que el corazón se conmoviese.
En esta habitación (hoy tan limpia, recién pintada, con paneles explicativos y fotos gigantes pegadas a las paredes) dormían tantos cientos de personas en pleno invierno, sobre el frío. En este lugar se torturaba (y uno pasaba por un pasillo largo, en un sótano lóbrego, pero no muy distinto de los sótanos que hay a miles en las casas antiguas de Viena, sótanos con puertas de mandera sin desbastar, mugrientas).
-!No se puede hacer fotos !!Usted ! Qué está haciendo.
La guía interrumpía la salmodia de su texto, puntuado cada tres frases con un yes ? Irritante, machacón y pernicioso. Y se dirigía violenta a la persona que había sacado un móvil para mirar un whatsapp o para hacer una foto robada en aquel lugar que ni siquiera era suficientemente feo como para arrancar repulsa del corazón. Quizá, pensaba uno, era esa la última victoria demoníaca de los nazis. El hacer aquel horror inconcebible, blanco, infinito, como un muro que se levantase delante de uno y al que no se le viera ni el principio ni el final.
Paradójicamente, solo los objetos personales de los infortunados que habían dejado su vida en aquel lugar conseguían traer hasta el presente su grito mudo de espanto. Miles de pares de zapatos de mujer, toneladas de ellos. Zapatos en los que se veían las huellas del uso y que hacían que delante de uno se levantase el fantasma de la mujer que, en alguna mañana de sábado del siglo pasado, se había detenido delante de un escaparate de alguna ciudad de Hungría o de Grecia, y había decidido que se pondría guapa para su marido, para su novio, o para sí misma. Unos zapatos con cuña, bordados primorosamente. Uno se imaginaba la suave línea de los gemelos, la pierna estilizada de una muchacha joven.
En otra habitación, dosmil kilos de pelo humano, con el que los nazis fabricaban tejidos y alfombras. Prótesis para personas minusválidas. Piernas de madera. Corsés para enderzar la postura. Ropita de niño, en algunos casos planchada todavía. Zapatitos de criaturas que nunca supieron lo que era el primer amor o el disgusto de tener un jefe pesado y mediocre.
Solo entonces podía el alma sobrevolar la endurecida salmodia de las cifras disparadas inmisericordemente por la guía para comprender un poco, a escala humana, lo que había supuesto Auschwitz para la Humanidad. Era una evidencia muy pálida, muy lejana, desgastada, como los peldaños de las escaleras, por miles de horas de televisión, por miles de películas sentimentales que, involuntariamente, embellecían toda aquella fealdad, de que el mal es, ante todo y sobre todo, apestoso, cutre, mediocre, estrecho, primitivo, rudimentario. Más allá de la muerte, más allá de los horrores, del sadismo, de las torturas, quizá el crimen peor era el haber despojado a aquellas personas que habían muerto allí de todo lo que las hacía humanas. Convirtiéndolas en guarismos, en siluetas recortadas torpemente en un papel. Groseramente.
Caminando por aquellos parajes uno se enfrenta a la enorme paradoja de que Auschitz se enfrenta a la paradoja a la que también se enfrenta Prjpiat, la ciudad asesinada por la central nuclear de Chernobyl. El mismo intento de luchar contra el olvido, la misma obcecación de recordar una y otra vez aquellas cosas, nos han hecho acostumbrarnos a lo siniestro, construir un relato asumible que ha ido matando poco a poco el filo de aquellas cosas que deberían mordernos la carne. Embrutecidos, embotados, hemos terminado por aceptar el mal.
13-15 de Febrero, Teatro Arché Viena
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