
Usted y yo estamos acostumbrados a vivir cómodamente en el experimento sociológico más exitoso de la historia. Eso se está acabando.
29 de Enero.- Usted, que me está leyendo en estos momentos, vive sin saberlo los resultados del experimento sociológico más duradero y exitoso de la Historia. A partir de la segunda mitad del siglo XVIII, los monarcas europeos se dieron cuenta de que tener una población más o menos leída “y escribida” era una ventaja competitiva con respecto a otros reinos, por no hablar de que ofrecía una oportunidad muy favorable para controlar excrecencias ideológicas indeseadas (las herejías religiosas, por ejemplo, que tanto por saco habían dado antes). De manera que, haciendo gala de un altruismo que no se entiende de otra manera, fueron implantando paulatinamente la escuela obligatoria y trataron, con un éxito regularcillo al principio, de que todos sus súbditos supieran por lo menos leer y las cuatro reglas.
Hasta ese momento, los que sabían leer (y escribir) eran los ricos y eran también los que disfrutaban de las ventajas neurológicas que la lectura frecuente proporciona. Pronto se demostró que las sociedades más alfabetizadas eran más estables y, sobre todo, avanzaban más rápido por la senda del progreso, ya que se podían coordinar mejor los esfuerzos y organizar mejor las empresas (porque también, gracias a las notas escolares, se podía clasificar al material humano; los listos eran destinados a los oficios de escribir y de echar cuentas y los más torpes se partían el lomo en las fábricas y las minas).
Pues bien, el lector se estará dando cuenta de que ese experimento tan exitoso puede tener los días contados. Una persona del mundo antiguo, si era un poquito avispada, podía leer un texto y saber si era una filfa o si no. No fue una cosa que se consiguiera de un día para otro. Hicieron falta dos siglos y medio, y muchos golpes, para conseguirlo. La cosa se hizo por dos vías: por un lado, creando una serie de consensos. O sea, hasta pongamos 2020 un lector medio podía estar seguro de que si leía algo en El País, o lo publicaba la agencia EFE, o el New York Times o The Times de Londres o la Frankfurter Algemeine, eso que leía era verdad. Vamos, es que ni se lo cuestionaba. Podía saber que había un grupo de personas que habían trabajado para hacer las comprobaciones oportunas, descartado gilipolleces y seleccionado certezas. La otra vía fue, naturalmente la alfabetización de las personas. La formación. Todos, en el colegio, hicimos un periódico y sabíamos de esa manera cómo funcionaba.
Todo eso se está yendo, aceleradamente, a hacer puñetas. Primero, se ha roto el consenso. No por fallo de los medios de comunicación antiguos, sino porque hay un montón de gente interesada en desacreditar a las fuentes de información sólidas y “tradicionales”. Las consecuencias son clarísimas: si un cabestro dice por ahí que el coronavirus se cura con una pomada para caballos, su opinión vale lo mismo que la del New York Times o la del director del Instituto Pasteur de París negándolo.
También hay cada vez menos gente formada para poder distinguir lo verdadero de lo falso. Los jóvenes, porque no les enseñan. El motivo de escribir este artículo es el titular: solo un 44% de los jóvenes austriacos es capaz no solo de distinguir una noticia falsa de una verdadera sino, muchísimo peor, de cuestionarse si lo que están viendo en el móvil pudiera ser falso. No estamos ni a tres pasos de que si un mierda dice en TikTok que las personas que nacen con seis dedos son brujos enviados por Satanás y que hay que asesinarlos, haya una gran masa de personas que salga a las calles con picas y teas ardientes para cumplir ese cometido, sin pensar que ni los brujos ni Satán son más reales que el ratoncito Pérez.
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