El racismo y la “aporofobia” a veces se manifiestan de una manera evidente y otras no tanto. Hoy uno de esos casos.
1 de Marzo.- Trabajo en una empresa multinacional. Solo en Viena, somos más de cien empleados y, dada la naturaleza de la labor que hacemos, la empresa prefiere que seamos lo más „muchilíngües“ que se pueda.
Casi todos hablamos, además de la nuestra, otras dos o tres lenguas (en mi caso, por ejemplo, tres). Y, sobra decirlo, la inmensa mayoría de los empleados somos extranjeros.
La cantina de la empresa es una maravillosa algarabía. Los francoparlantes, que últimamente hemos aumentado mucho en número (la empresa comercia con el África francófona) nos juntamos a comer en una larga mesa y charlamos en el idioma de Brigitte Bardot. Las orientales -son todas mujeres- un tanto de lo mismo. Y así sucesivamente. Cuando nos juntamos gente que no hablamos lo mismo, por atención a los compañeros que están en minoría pasamos al inglés y aquí paz y después chascarrillos.
Las comidas son animadas, la convivencia es una balsa de aceite y, la verdad, lo que predomina sobre todo es la curiosidad por los idiomas y las cosas de las culturas de los otros.
Por ejemplo esta semana el tema de conversación ha sido el inicio del més de Ramadán y las cosas de ayunar.
Como en todas partes, ha habido garbanzos negros.
Gente que al entrar a comer en la cantina y no escuchar la lengua de Andreas Gabalier, arrugaba el morro. Sin embargo ya han desaparecido, bien porque el buen ambiente reinante les hace cortarse un pelo a la hora de manifestar sus prejuicios, o bien porque ellos mismos se han despedido al no poder soportar la multiculturalidad.
Porque, queridos lectores, hay gente así de idiota en el mundo también.
Hay que tener paciencia con esas pobres criaturas.
Todos los párrafos anteriores son una de las principales razones por las que a mí me gusta trabajar donde trabajo (de hecho, este viernes, lo hablaba con una compañera) porque conocer a gente de otros sitios y de otras religiones y de otros idiomas pienso que enriquece mucho y que cura de muchas tonterías (en el caso de que se padezcan).
Como en la empresa somos muchísimos extranjeros, los niveles de alemán son muy diferentes. Los hay que hablamos mejor, los hay que hablamos menos bien y los hay que tienen una media lengua y, llegado el caso, se comunican como pueden cometiendo (como también es mi caso) algunas incorrecciones.
Yo tengo que confesar que estas incorrecciones que yo cometo algunas son por ignorancia (o lo eran) pero otras son “para hacerme de querer” porque he notado que hacen gracia y por eso las repito, porque me aportan personalidad.
En general, entre los hablantes nativos reina en este sentido una gran tolerancia y la regla general es la que debe ser, o sea, que el buen entendedor puede hacer la vista gorda si a uno se le pasa por alto el acusativo o el dativo o si cambiamos un género o le damos alguna patada al diccionario a la hora de escribir cualquier cosa.
¿Por qué cuento todo esto?
En Austria hay varios periódicos que, con perdón, son una mierda pinchada en un palo. Los peores son el antiguo Österreich y el Heute, que no valen ni para limpiarse el culo con ellos. Pero son gratuitos y oye, a caballo regalado, pues eso. Luego está, por méritos propios, el Kronen Zeitung que es (aún) el periódico con más tirada de Austria y dicen que de Europa en relación al número de habitantes del país. Este, aunque parezca increible dada la abyección de sus contenidos, hay gente que lo paga. En su mayoría jubilados amargados de esos que llevan manchada la bragueta del pantalón porque ya no tienen los esfínteres para retener las últimas gotas.
El Kronen Zeitung tiene todos los defectos posibles pero entre los peores está en que es ferozmente racista y “xenófogo”. A veces, de manera muy evidente (por ejemplo, publicando con letras muy gordas los crímenes que son cometidos por foráneos y como notas a pie de página los que son cometidos por ciudadanos aborígenes). A veces, sin embargo, el racismo (o la aporofobia) se manifiestan de una manera más sutil.
El Kronen Zeitung publica diez o doce páginas de “correspondencia” de los lectores (la manipulación, por supuesto, está en la selección). Estas “cartas” pasan por ser “la voz del pueblo” en el sentido el que Herbert Kickl utiliza la palabra “pueblo”. O sea, gente de esa calaña que considera que un antiparasitarios caballar puede curar el coronavirus.
En una de esas “cartas” el titular es “Alemán” (entre comillas) en Viena y un lector se ha dedicado pacientemente a fotografiar los carteles de los puestos de frutas y verduras de su barrio (presumiblemente el mercado de Brunnenmarkt) escandalizado por los errores ortográficos de los cartelicos que designan las mercancías. Escándalo que, por cierto, comparten con él los dos jumentos que firman el comentario de la carta del lector, redactores del Kronen Zeitung.
El mensaje, para cualquier buen entendedor, está claro. Si en vez de tantos turcos en Viena hubiera solo vendedores de pata negra austriaca, los carteles estarían bien escritos y los vieneses de toda la vida de raza ária no nos sentiríamos extranjeros en nuestro propio barrio.
Ay Señor, cómo nos pruebas.
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