Un niño que lee

En este mundo que parece hundirse cada vez más en el pesimismo, un niño que abre un libro representa la esperanza.

EL Maestro Juan Martínez – Cuarta Parte

13 de abril.- Hoy he vuelto de un fin de semana largo en Venecia, durante el cual he estado visitando a un amigo que vive allí con su mujer y su hijo pequeño.

Mientras el avión describiía una suave curva y sobrevolaba Alterlaa y Schönbrunn, se agolpaban en mi memoria las impresiones del viaje. Mis amigos viven en un bonito barrio de gente trabajadora, alejado de las masas de turistas que se agolpan en el Gran Canal y en la plaza de San Marcos. El fin de semana ha sido tranquilo, por lo tanto. Hemos paseado por la playa del Lido y, mientras el niño jugaba con un palo y recogía conchas, hemos conversado a propósito de la marcha del mundo.

Sobre nuestra visión no brillaba precisamente el sol del optimismo.

EL MUNDO DE RYAN AIR

Nos parecía (nos parece) que el ascensor social cada vez funciona peor y que, en general, los pobres tienen cada vez más posibilidades de ser cada vez más pobres y los ricos son cada vez más ricos. Nos parecía (nos parece) que esta desigualdad no solo se restringe, desafortunadamente, al nivel de ingresos, sino a otras cosas que hacen que la vida de los pobres sea cada vez de peor calidad.

La vida en nuestro círculo de amigos y conocidos, sobre todo la de aquellos con un nivel educativo más bajo y, por lo tanto, con sueldos menos lucidos, se parece cada vez más a viajar con Ryan Air. Lo básico, lo raquítico, es gratis y para todo lo demás, hay que pagar. A diferencia de lo que sucedía cuando nosotros éramos jóvenes, los pobres tienen acceso cada vez a entretenimiento más embrutecedor y de peor calidad. La cultura a la que pueden aspirar sus hijos se ha transformado en ese zoco de baratijas y voces chillonas que, por comodidad, llamamos redes sociales.

Estos artefactos han ayudado a asentar la noción de que los ricos lo son porque se lo merecen (la meritocracia amañada les ha convencido de eso) en tanto que, desde el punto de vista de los pobres, se sobreentiende que serlo es sin duda producto de no contar con los méritos adecuados para acceder al bienestar.

Mi amigo dio en el clavo al decir que se ha desterrado la noción de la importancia del azar. Y del azar más importante de todos: el del nacimiento.

Mencionar que los hijos de los ricos tienen automáticamente, desde el minuto uno de vida, oportunidades que el hijo de un pobre no tendrá jamás hace que a uno le miren como un marciano. Como si la constatación de este hecho, evidente por lo demás, hiciera de uno un peligroso revolucionario.

Por suerte, nos quedan los libros.

UN NIÑO QUE LEE

El hijo de mi amigo, a sus seis años, es un lector voraz, en todos los idiomas que el chaval habla, que son (de momento) tres. Español, por su padre; alemán, por su madre, y un italiano cristalino que aprende todos los días en la escuela.

Es un chaval que se salvará del destino que va a afligir a la mayoría de sus compañeros de generación al haber crecido con un mínimo de pantallas.

El resto del tiempo no se aburre de ningún modo. Es un niño entretenidísimo y feliz, dedicado a dibujar, a hojear bellísimos libros (antes, ilustrados; hoy, ya de texto) y a leer sin que su fantasía padezca la estrechez de los “contenidos” que adultos sin corazón y sin sensibilidad fabrican para niños.

Ayer, mientras íbamos de paseo, estuve jugando con él a las palabras encadenadas y era sorprendente y emocionante ver el extenso vocabulario que tiene y observar, en su conversación de niño, ese placer que se obtiene al poder echar la imaginación a volar sin el freno que imponen los estrechos cauces de la patrulla canina.

El hijo de mis amigos, gracias a estas jugosas impresiones adquiridas en la infancia (no se me ocurre otro adjetivo, salvo jugoso o alimenticio), a diferencia de lo que les sucederá a la mayoría de sus contemporáneos, nunca estará solo porque podrá aprovechar la experiencia de otros que vinieron antes que él para capear los sinsabores de esta vida. Conocerá la pasión irrefrenable de investigar sobre todas las cosas y la alegría que da el darse cuenta de que uno sabe muy poco de algo y que ese vacío es el mejor incentivo para llenarlo; conocerá el entusiasmo por el descubrimiento y, cada vez que encuentre un trozo de conocimiento, sentirá como si el mundo hubiera sido creado solamente para él. Vibrará con el apetito de saber, con ese cosquilleo de la ignorancia que busca una satisfacción (un placer que no abandona nunca jamás a quien lo ha probado); con el tiempo, ya ha empezado, se hará un refugio en los párrafos de sus libros predilectos y encontrará que los personajes de los libros que le caigan mejor tendrán para él más realidad que muchas personas del mundo real (y mucho más interés, dónde va a parar).

Mientras sus contemporáneos, insatisfechos por los impactos rápidos y superficiales de vídeos de veinte segundos, se retuerzan pidiéndole más al algoritmo, él podrá comprender ideas complejas y sentirá que dialoga con las personas más inteligentes de cada época, voces para las que ya no será importante si sus padres son pobres o ricos o si él ha ido a un colegio determinado o si se ha comprado este u otro objeto.

Tendrá que acostumbrarse, claro, a la idea de que no todo el mundo podrá seguirle allá donde el fuego de las palabras desencadenadas va a llevarle. Será el precio que tenga que pagar, como lo han pagado otros antes que él. Pero, con un poco de buena suerte, será un precio que pagará con gusto, porque las ventajas de su situación son muy superiores a los inconvenientes.

 

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