Después de 20 años Grasser entra en prisión

Fue el prototipo perfecto de una época y de una forma de hacer política. Hoy, simbólicamente, esa época se ha cerrado.

 

2 de Junio.- Aquella portada levantó ampollas en un país en una República, la austriaca, a la que le había salido un grano. El grano se llamaba Jörg Haider.

A principios de este siglo Haider era la nueva cara de un populismo de extrema derecha que, convenientemente supervitaminado, sufrimos todavía hoy en la persona de Kickl. En aquella portada cuajadita de mala leche, solo había una palabra “Feschismus”. Se trataba de una eutrapelia. Un juego entre “Fesch” (guapo, en lenguaje coloquial) y “Faschismus” (esto, creo, no necesita traducción).

En una carrera imparable, Haider había roto un tabú tras otro y había hecho que tener una posición ideológica comparable con lo que en España solía llamarse “el franquismo sociológico” volviera a ser más o menos presentable. Todos los que tenían entre sus antepasados a algún nazi o que habían vivido su “fascismo” blando armarizados desde 1945 (o que, simplemente, no podían entender qué había de malo en ser racista o xenófobo) se sintieron justificados y acudieron a los mítines eufóricos al encontrarse con sus pares.

Haider, un intuitivo populista, se había dado cuenta de que, en un país lleno de muebles de rococó falso, en blanco y oro, a los austriacos había que entrarles por los ojos. Haider se emperró en ser el sueño de todas las suegras de Austria. Perpetuamente moreno, con una dentadura como el teclado de un piano Stenway en la que se podía rezar un rosario con las cuentas de marfil, el líder de la extrema derecha austriaca se propuso conquistar el poder a base de quitarse la camiseta como el líder de una boyband.

Por supuesto, en aquella época, en los pasillos del poder, se consideraba que el que a Haider le gustaran obviamente los chicos jóvenes y guapos más que los Kaiserschmarrn no se podía utilizar para desactivarle de cara a un electorado seducido por un estilo de hacer política que estaba a años luz de las soporíferas vacas sagradas de las sucesivas “grandes coaliciones”.

Haider y sus boys tomaron el Estado al asalto y consiguieron lo que hubiera parecido imposible: que un grupo de caballeros de fortuna, sin más oficio ni más beneficio que la cara que tenían (en todos los sentidos) llegara a tener cargos en algo más complejo que la AMPA de un colegio.

El que más se aprovechó de su ostensible buena planta y de unos abdominales que exhibía a la menor ocasión fue Karl-Heinz Grasser. Llegó a ser el ministro de finanzas más joven de Europa. En apariencia lo tenía todo: belleza, poder y dinero (por su mujer, Fiona Swarovsky). La realidad demostró que, bien por pura falta de ética o bien porque tenía dos neuronas y encima no se hablaban, la carrera de Grasser tenía una fecha de caducidad más corta que la de un yogur puesto al sol de agosto.

Cuando empezaron a brotarle los procesos por corrupción (acababa de llegar yo, cómo pasa el tiempo) Karl Heinz Grasser tuvo los santos cojones el aplomo de acudir al Zeit im Bild y leer en antena, sin ningún bochorno, las cartas de amor de sus fans pre y postclimatéricas. Aquello de “van contra usted porque es usted tan guapo”. No hay constancia de que se sonrojase. Después, las fiscalías tiraron de la manta. Hace unos días, diversas apelaciones fracasaron y Karl Heinz Grasser y sus cómplices fueron condenados en firme a dar con sus huesos en la cárcel. En el caso del ex ministro, cuatro años.

Todo el mundo se preguntaba cuándo entraría Grasser a prisión. La fecha se mantenía en secreto, para que no hubiera cámaras que pudieran documentar la caída del ex ministro. No las ha habido, parece. Grasser ha entrado en una prisión de Tirol hoy, día 2 de Junio.

Ha terminado una etapa de la historia de Austria.

 

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