
Hace algunos días, el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, mencionó a Austria en un (ejem) discurso.
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7 de Septiembre.- Una de las cosas buenas del mundo moderno es que la información es más accesible que nunca.
Por ejemplo: los ingleses de su tiempo jamás pudieron saber que la Reina Victoria tuvo un „amigo especial“ que, además, era indio. En cambio, casi en tiempo real, nosotros podemos saber que Donald Trump es un cretino.
Fehacientemente, además. Sin que quepan dudas.
Un cretino rico, naturalmente. Pero un cretino. Además de una persona que debe de ser una pesadilla como jefe.
Podría objetarse que toda persona poderosa tiene enemigos y que, por supuesto, una de las tareas cotidianas de la gente desafecta es desacreditar a la persona a la que le tienen tirria.
En este caso, no es así.
Uno de los efectos secundarios de lo que podríamos llamar “la política de personal” de Donald Trump, que consiste en rodearse de cabezas de chorlito o gente, si cabe, aún más analfabeta que él (ver a su ministro de sanidad, por ejemplo) es que esas personas se van de la lengua a la primera ocasión, proporcionándole información a investigadores solventes que luego convierten esa información en libros.
Durante el primer mandato de Donald Trump se escribieron varios en los que gente con nombres y apellidos describen a Donald Trump como una de esas personas de las que es mejor mantenerse lejos. Sus colaboradores le pintan como una persona de una cultura mínima (por decirlo suavemente) incapaz de leer cualquier documento que le exija más de un minuto de atención, rencoroso, con unos celos enfermizos de cualquier persona de la que piense que puede ser más querido que él, independientemente del lugar que esa persona ocupe en su vida (las pataletas contra Barack Obama o, más recientemente, contra Tom Hanks, retransmitidas por él mismo a través de su red social, se han convertido en casos recurrentes).
Además, como le pasa a todas las personas que no tienen ni idea de nada, Donald Trump tiene la costumbre de sobrestimar sus habilidades y sus conocimientos sobre todas las cosas, lo cual le lleva, como le sucede a todos los indocumentados, a opinar sobre cualquier cosa y a tratar de imponer esas opiniones infundadas (y a enfadarse cuando le llevan la contraria).

El último caso es el de vincular el autismo con el paracetamol, pero es interminable la lista de opiniones estúpidas, ridículas o peligrosas (o las tres cosas a la vez), sobre todo en temas médicos, que reflejan la (falta de) educación de un hombre anclado en los años cincuenta del siglo pasado.
Por si todo lo anterior no fuera suficiente, Donald Trump ha encontrado un nuevo juguete. O, mejor dicho, un nuevo juguete le ha encontrado a él. Se trata de la religión. No cualquier religión, por cierto.
En una simbiosis que está destruyendo la democracia de los Estados Unidos y erosionando muy gravemente la paz mundial, las iglesias evangélicas más fundamentalistas y Donald Trump se han abrazado para luchar contra lo que consideran “el enemigo”.
Es una lucha neurótica y paranoica cuyas víctimas son las mujeres y las minorías (las sexuales, pero también otras, como los „extranjeros“, especialmente si son musulmanes). No es extraño, porque el principal combustible de Donald Trump, lo mismo que de todas las extremas derechas europeas, es la masculinidad tóxica. La nostalgia de un mundo en el que los hombres podían hacer lo que les saliera de las narices sin tener que rendir cuentas, en el que era dogma la frase “lo que hace el padre bien hecho está” (aunque el padre fuera un ser que no supiera dónde tiene la mano derecha, como le sucede a Donald Trump).
Durante mis vacaciones, Donald Trump habló (es un decir) en la Asamblea General de las Naciones Unidas en Nueva York. Fue un discurso largo, durante el cual los despropósitos se fueron encadenando, y en el que Trump, entre otros temas, habló de Austria. Siguiendo su línea (nunca mejor dicho, porque leyó un discurso que otros habían escrito por él) mencionó un dato aparentemente escandaloso (el porcentaje de población reclusa no extranjera) y sacó una conclusión absolutamente mentecata. Como mentecatas fueron otras aseveraciones suyas vertidas en ese foro, como por ejemplo que el cambio climático es „una estafa“ (no es extraño que lo dijera, porque la campaña de Trump ha sido pagada en gran medida por la industria petrolera estadounidense).
Hoy, la sucursal del trumpismo en Austria, el FPÖ, celebra una asamblea extraordinaria en Salzburgo. Su misión es recrear todo lo anterior en Esta Pequeña República, yendo así en contra de todas las cosas que hacen que la vida merezca la pena ser vivida y en contra de los valores de humanismo y laicidad en los que se cimenta la Unión Europea, la institución que nos ha proporcionado a los habitantes del continente el periodo más grande de paz y bienestar que hemos gozado en la historia. En contra del humor libre, en contra de la libertad sexual, en contra de la multiculturalidad, en contra de la ciencia.
Esperemos que no cunda el ejemplo.
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