Pasado mañana se cumple el aniversario de una de las bodas reales más tristes de la historia común de España y de Austria.
5 de Octubre.- El siete de octubre de 1649 debió de ser un día de otoño algo fresco en Navalcarnero, en las cercanías de Madrid. En este lugar, algo insólito, se celebró una boda que poco debió de tener de alegre, a pesar de que los invitados debían de tener bastantes esperanzas puestas en ella. Los novios eran una niña de 15 años, que apenas hablaba español y un achacoso caballero de cuarenta y cuatro. Tío y sobrina a la sazón. Ella se llamaba Mariana (Maria Anna en la pila de Viena) él, Felipe. El cuarto de su mismo nombre. No debió de haber mucho amor, aunque nadie esperaba que lo hubiese.
Como le sucedería más tarde a su hija, la infanta Margarita (deliciosamente retratada por Diego Velazquez) Mariana se sacrificaba con aquella boda en el altar de la razón de Estado.
El novio original había sido su primo el infante Baltasar Carlos pero, muerto este, saltó Felipe IV al campo como novio de repuesto.
A la pobre muchacha, para quien ya se habían terminado todas las alegrías de la mocedad, le esperaban, aunque ella no lo supiera, 16 años de matrimonio. Una vida que osciló entre lo trágico, lo tremendo y lo grotesco. De vez en cuando, aquella criatura decrépita y resoplante, que se había regocijado con putas de baja estofa y cómicas, y había regado Madrid de bastardos, satisfacía con la pobre reina el débito conyugal. De estos ayuntamientos nacieron varios hijos. Solo llegaron a la vida adulta dos. Una, la princesa Margarita, que murió en Viena de sobreparto, también sacrificada a la estructura mafiosa que, por conveniencia, llamamos casa de los Habsburgo. El otro, el desdichado Carlos II, una criatura babeante, disminuida y aún más grotesca que su padre, que sería el fin de la casa de Austria en España.
Durante todas estas desdichas, la reina solo se confió a una persona: su paisano el padre jesuita Juan Everardo Nithard, quien seguramente estaba en aquella iglesia de Navalcarnero el día de su boda.
Cuando la reina enviudó, la beatísima monarca, en cuyas manos inexpertas cayó el imperio más grande del planeta, hizo lo que era previsible y nombró al también inexperto jesuita, primer ministro. Juntos, cometieron un error tras otro, hasta que Juan de Austria, uno de los bastardos de Felipe IV, consiguió que el austriaco fuera desterrado a Italia. Un caso clásico de patada ascendente, destinada a que Nithard dejara de hacer daño.
Juan Everardo Nithard, era poca cosa. La pintura de él que tengo delante le presenta macilento y con los ojos hundidos.
Había nacido en una localidad de Baja Austria el 8 de diciembre de 1607, día de la Inmaculada Concepción y por lo tanto le llevaba 27 años a su hija de confesión. Hay que decir que el nombre artístico con el que ha pasado a la historia de España no era su nombre de verdad, siendo la ortografía más frecuente de su apellido Neidhardt.
En 1631 entró en la compañía de Jesús que era, en aquel momento, la orden más avanzada de la Iglesia Católica -en muchos sentidos sigue siéndolo- y en algún momento posterior se hizo sacerdote. En Graz, estudió Filosofía, Ética y Derecho Canónico -ninguno de estos saberes, como puede verse, demasiado vinculado con los asuntos del Gobierno-, en 1644 fue llamado por el emperador a la Corte de Viena y allí fue predicador hasta que Maria Anna (la futura Mariana de Austria) fue enviada a España a recoser los lazos transcontinentales de la familia Habsburgo.
Como queda dicho, cuando Felipe IV murió, Juan Everardo Nithard fue elevado por la reina viuda a las más altas dignidades. Le hizo, entre otras cosas, Inquisidor General y primer ministro. Sin embargo, la dura realidad del imperio en decadencia llevó a que Juan José de Austria se rebelase y forzase la destitución del padre jesuita.
Nithard fue enviado a Roma con lo que hoy llamaríamos una jubilación dorada. Primero, el obispado de Agrigento, luego, el arzobispado de Odesa y finalmente el capelo cardenalicio.
Murió en 1681, a los setenta y cuatro años, en Roma aunque antes le dio tiempo a escribir unas memorias autojustificativas (cuáles no lo son)
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