La gente feliz

Ayer, desgraciadamente, el terrorismo volvió a matar en Londres. Los inmigrantes tenemos un papel fundamental para evitar que se repita.

23 de Marzo.- En primer lugar, quisiera empezar este artículo expresando mi rechazo más contundente por el atentado terrorista que ayer se produjo en Londres, y que se llevó por delante la vida de cinco personas (cuatro inocentes y, parece ser, un culpable o uno de los culpables).

Como siempre, faltan por saber muchos detalles, sobre todo los porqués, dado que los cómos, desgraciadamente, saltan a la vista. Aunque es muy probable que, más temprano que tarde, llegue a saberse que el terrorista no era tal (o, por lo menos, no en el sentido en que, hasta ahora, hemos pensado en los terroristas, como personas sujetas a la obediencia de una determinada organización) sino un pobre diablo, perteneciente a las capas más incultas de la sociedad, el cual un día decidió que salir en los periódicos o morir “por Alá” era la opción mejor para reivindicarse o justificar una vida marcada por la alienación, la falta de objetivos o, simplemente, la pobreza material y espiritual o la total mediocridad.

Quisiera también hacer una reflexión.

Parece casi inevitable que, en un futuro cuya proximidad no se puede saber, haya uno o varios atentados de esta clase en Viena o en cualquier ciudad de Austria. Durante las olas de atentados de los años setenta y los primeros ochenta, relacionados sobre todo con las tensiones del Estado de Israel con el mundo árabe, Viena fue el escenario de bárbaras acciones terroristas, como el secuestro de los Ministros del Petróleo árabes en el edificio de la OPEP o el atentado en el aeropuerto de Schwechat.

Es probable también que el delincuente diga practicar la religión musulmana pero también es probable que obedezca al mismo perfil que el criminal que ayer asesinó a cinco personas en Londres o el del criminal que atentó en París antes de ayer.

Bajo mi punto de vista y aunque pueda parecer una herejía, el componente religioso, en estos casos, es totalmente secundario.

Estas personas no cometen actos criminales impulsados por la defensa de unas determinadas creencias sino, como sucede en sus espejos y correlatos ideológicos, por ejemplo los grupos de ultraderecha, como los Identitarios, estas personas atentan porque el grupo les ofrece una sensación de pertenencia a algo más grande y, por lo tanto, una sensación de “sentido” a sus actos y a la realidad en general, muy parecida a la que, salvando las distancias, sienten los hinchas de un equipo de fútbol o los componentes de la peña de mus de Navalcarnero.

Solo que en el caso del equipo de fútbol y de la peña de mus de Navalcarnero, el precio que se exige, el “peaje” que se paga por obtener esa droga de “sentido de pertenencia” que resulta tan sedante para las mentalidades estrechas o rudimentarias, no pasa (en la mayoría de los casos) por la eliminación física del rival. La religión es una pantalla, pero uno piensa que esas personas, incluso si ellas no se dan cuenta, no son creyentes en lo más mínimo, aunque solo sea porque les falta el mínimo de generosidad.

Para que nunca haya un atentado en Viena, o para reducir la posibilidad de que lo haya, desde mi punto de vista lo más importante es la prevención, y esa prevención pasa por la educación. Se debe educar a las personas desde la infancia, no solo en un sanísimo relativismo hacia las propias opiniones y prejuicios y en la aceptación (que no tolerancia, porque aquí no hay nada que tolerar) de que todos somos personas perfectamente iguales, da igual nuestra raza, nuestro lugar de nacimiento, o con quién nos apetezca acostarnos (de la religión ni hablemos) y que, por lo tanto, todos nos merecemos que nos respeten.

Es aquí en donde los emigrados podemos desempeñar un papel fundamental, enseñando con nuestro ejemplo diario que no pasa nada por ser diferente, por hablar con acento, por tener otras costumbres si las tenemos. Bien al contrario: traemos soluciones y talento, y enriquecemos a las sociedades que nos acogen.

Y sobre todo, hay que educar a las personas para que sean seres humanos completos y equilibrados, que vivan vidas plenas, ricas y con sentido en las que no solo las necesidades materiales estén cubiertas. A la gente feliz raramente le da por hacer el idiota.


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