En estos días hace diez años de un acontecimiento que cambió nuestro mundo (también Austria) para siempre. Para peor. Un elemento que antes no estaba hizo su aparición.
10 de Septiembre.- En estos días se cumplen diez años desde la quiebra de Lehman Brothers. Una catástrofe solo comparable con el crack de la bolsa de 1929.
El mundo de hoy y, quizá para nuestro mal, el mundo de mañana o de pasado mañana, es inseparable de ese agujero negro en la historia financiera del planeta.
La Gran Recesión de 2008, lo mismo que la crisis del año 1929, ha cambiado la faz política de nuestro mundo e, incluso, puede decirse que los dos fenómenos pueden ser puestos, en cierto sentido, en paralelo. Aunque solo decirlo, la verdad, dé más miedo que otra cosa. Porque la segunda guerra mundial es inseparable de la crisis del 29.
En el año 1933 justo en medio de la Gran Depresión, un grupo de sociólogos se asentó en el pueblo austriaco de Marienthal, muy cerca, por cierto de donde estoy escribiendo esto. Marienthal estaba en medio de una de las zonas más deprimidas de Austria, en donde la crisis económica y la quiebra subsiguiente de la industrialización, habían golpeado más duro.
Los sociólogos del experimento de Marienthal comprobaron que, en contra de lo que la propaganda conservadora afirmaba, la crisis, el paro, la miseria, no aumentaban de ninguna manera el fervor revolucionario del pueblo, en otras palabras, su empuje para cambiar las cosas o rebelarse contra un orden injusto. Más bien al contrario. Los parados de Marienthal se volvían pesimistas, pasivos, defendían con uñas y dientes lo poco que les quedaba y se volvían conservadores, tradicionales y depositaban su esperanza en los consuelos de la ortodoxia religiosa.
Muchas veces, uno piensa que el mundo de 2018 se ha convertido en un Marienthal gigante.
Del agujero dejado por Lehman Brothers y por otros bancos americanos, como Fanny Mae, empezó pronto a brotar una materia negra y pegajosa: el miedo. Un terror que, en principio, tenía una causa objetiva, pero que después se ha convertido en una especie de tenaza neurótica que aprisiona la garganta de las sociedades occidentales.
El miedo es una bota enorme que deja su huella incluso cuando la bota hace ya tiempo que ha dejado de presionar, sobre todo en los estratos más désfavorecidos de la población. El miedo es cosa de los pobres, de los que se sienten vulnerables, de los que no tienen instrumentos culturales para entender el mundo, para adaptarse a los cambios. Una persona que ha leido libros y los ha entendido puede tener el estómago vacío, pero tiene el cerebro lleno. Y un cerebro lleno, como sabían ya nuestros abuelos, los primates, es en realidad el instrumento clave para la supervivencia.
Hoy, hemos salido de la crisis (en Austria, dejando aparte pequeños episodios, como el del Hypo Alpe Adria) no ha habido crisis digna de ese nombre.
Hoy, hemos salido de la crisis, pero el miedo sigue ahí. Como la radioactividad de Fukushima sigue envenenando el mar y lo seguirá haciendo hasta que mueran los hijos de los hijos de los hijos de nuestros hijos.
Son ellos, los amedrentados, los que sienten su supervivencia amenazada (aunque ya no esté amenazada) los que, como los parados de Marienthal, son los responsables del viraje hacia un nuevo orden que se abre paso en el mundo en estos momentos, mientras estoy escribiendo esto.
Una de las características que tiene el miedo, combinado con la falta de herramientas intelectuales capaces de descifrar los cambios, es que te convierte, aunque tú no quieras, en alguien profundamente estúpido.
También activa mecanismos como la necesidad de pertenencia, la necesidad de saber con quién puedes contar.
El miedo destruye el raciocinio y con él la capacidad de los matices. El miedo busca culpables. El miedo empuja a los extremos, porque los extremos tienen líneas claras que se pueden seguir. Puede que no te gusten, pero por lo menos son reconocibles.
Las estructuras económicas se reparan, pero el miedo, frío, pegajoso, es mucho más difícil de extinguir, porque el miedo no es racional. Y, como todo lo irracional, es destructivo.
Desde la posición de alguien con el cerebro lleno, como son la mayoría de las personas que nos gobiernan, es fácil caracterizar a los partidarios del Brexit, del populismo austriaco (o sueco) ultraderechista, a los independentistas catalanes, a los partidarios del Front Nationale o de la Lega Nord, como a personas iletradas, sin estudios, como a gente que no se entera de qué va el mundo moderno. Hay en ese desprecio un componente intelectual, pero también indudablemente un componente de clase. Es un poco como cuando un niño llora y a un adulto le parece que sus problemas son pequeños y que, más tarde o más temprano, el problema se resolverá solo. Solamente que, para esas personas sin correo electrónico, para las que la digitalización promete un trabajo lejos de la caja del supermercado o de su tarea repetitiva y banal, el miedo es El Problema.
Creo que, en cierto modo, a todos debería darnos miedo su miedo. Porque miedo es igual a estupidez y la estupidez es imprevisible. Para mal. Y para peor también.
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