Freud decía que una de las funciones de los sueños es compensarnos de las frustraciones de la vigilia. Sospecho que mi abuela era una mujer que se aferraba tanto a nosotros porque se sentía muy sola y quizá por eso soñaba con sus vecinas como yo a veces sueño que hablo con amigos míos que están lejos.
Todas las mañanas (y ahora por teléfono o por e-mail) hacíamos recuento de nuestros sueños delante del café con leche que desayunaba toda la familia. Mi abuela aportaba las sombras del pasado y mi madre los sueños codificados.
O sea, que si alguno decía:
–Pero ¿El agua, estaba clara o turbia?
Pensabas un poco:
-¿Turbia es con barro?
–Claro.
-Sí.
-Pues entonces eso son lágrimas.
-¿Pero los dientes o las muelas?
-Chica, no sé ¡Francis!
-Qué mama.
-Que dice tu tía que si se te caían los dientes o las muelas.
-Pues no sé.
-Que no lo sabe.
-Es igual. Eso es una cuestión de dinero. Soñar que se te caen los dientes es perder dinero.
Nuestra vida se hizo más cómoda a partir del año 2001, porque esa navidad, con las postales gratuitas de una ONG nos vino un librillo azul con el horóscopo azteca y, de propina, una interpretación de los sueños más frecuentes, listados por orden alfabético. Aquel librito pasaba todas las mañanas de mano en mano y terminó sobadísimo y descolorido. Estaba (y aún estará) en la estantería de mi habitación, al lado de los cuadernos en los que llevaba mis diarios.
No creo desvelar detalles íntimos si digo que, además, cada uno teníamos nuestro estilo de soñar. Era muy normal que mi hermano,con el que he compartido dormitorio durante toda nuestra infancia y adolescencia, estallase en carcajadas a mitad de la noche. O que mi madre tuviera (y tenga) apocalípticas pesadillas (siempre en blanco y negro) que nos despertaban a todos a las cuatro de la mañana.
Es famosa una noche en que mi padre la despertó a mitad de un sueño que la hacía llorar a gritos.
Las cuatro eran, pero nos entró a todos una risa, a ella la primera, que aún nos dura.
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