Una ventana vienesa ayer por la tarde
22 de Mayo.- Alguna vez he dicho en este blog que la emigración, como otras experiencias difíciles de la vida, saca la verdadera pasta de que está hecha cada persona. En el propio país, las debilidades chicas o grandes, las perezas, la mezquindad, los egoísmos más o menos confesables, quedan disimulados por el cálido manto de nuestra red social. En un país extranjero, sobre todo por la imposibilidad de disimular según qué realidades con palabras, queda uno a merced de la intemperie y, por lo mismo, no tiene uno más remedio que enfrentarse a lo que es, y a la realidad de que uno cuenta solo con los propios recursos.
Una experiencia que se viene repitiendo durante el tiempo que llevo viviendo aquí es la de encontrarme de vez en cuando con paisanos que no consiguen asimilar esta dura realidad y que, por las razones que sean, inventan pretextos para soslayar la cruda certeza de que su falta de adaptación no sólo se debe a que los aborígenes sean bordes o ariscos (que los hay también, por supuestísimo) sino a su propia incapacidad para dejar de quejarse, salir fuera de la cáscara de la autocompasión e interesarse por la realidad del país en el que viven. En una palabra: aceptar que ya no viven en España.
Uno de los lugares comunes en que estas personas se enrocan en la negativa a aprender alemán. Ya sea por pereza o por haber recibido en etapas tempranas del aprendizaje estímulos negativos que les han hecho dejarlo para otro día. Otro día que, por cierto, se alarga normalemente ad infinitum. De la falta de ganas de aprender la lengua viene generalmente el fracaso de su integración. Porque sin idioma uno no se puede comunicar, ni dejar que le comuniquen a uno nada.
Una queja recurrente en estas personas que digo es que los aborígenes son muy poco curiosos con lo ajeno. Y es cierto que algunos son así. Pero también es verdad que, si en una mesa de celtíberos hay solo un austriaco, los celtíberos terminamos hablando en nuestra lengua vernácula, y el austriaco queda a merced de las caritativas traducciones de quien tenga la amabilidad de hacerle de intérprete. Igual se da el caso inverso: si en una mesa hay una mayoría de austriacos y, como a mí me ha pasado cien veces, yo soy el único celtíbero, es lo lógico que todos hablen en su idioma y que yo, si no me pongo las pilas, esté en desventaja. Y no por eso se me ocurre pensar por esto que los autriacos sean gente más amurallada que los habitantes de Ciudad Real, Algeciras o Villaviciosa de Odón.
Sin embargo creo que con serlo, este no es el pecado más grave de estas personas. Lo más duro, lo que a mí como inmigrante más pereza me da, y más incomprensible me resulta, es que, la falta absoluta de curiosidad que ellos les reprochan al país de acogida es la misma que ellos exhiben olímpicamente a propósito de las cosas triviales e importantes del país que les cobija. Para mí, desde el primer día, Austria y sus gentes son una ciencia que me gustaría poder beberme. Una ciencia de la que siempre me siento en mantillas, de la que cada día lucho por saber un poco más. Y creo que, si hay una manera de ser un emigrante exitoso es remacharse a la frente esta actitud: porque la única forma de hacerse un sitio en una casa que no es la de uno es amar mucho y muy profundamente esa casa, interesarse por lo que en ella sucede y ponerlo cerca del corazón de uno a la misma altura que el propio país y, a ratos, hasta más cerca.
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