8 de Abril.- No hay cosa que dé más pistas para entender una sociedad que los tabúes que mantiene.
Los tabúes son aquellas realidades de cuya existencia la masa es perfectamente consciente pero de las que no se quiere dar enterada de manera oficial. En las sociedades mediterráneas, los tabúes están fundamentalmente relacionados con el sexo. Por ejemplo, si un cantante tiene éxito, inmediatamente surge el rumor de que ese cantante es homosexual. Pueden dar fe de lo que digo Alejandro Sanz o Miguel Bosé (en el caso de Bosé la cosa fue todavía más grave; si por la vox populi fuera, ya estaría criando malvas de un sidazo; gracias a Dios, no fue así).
En los países sajones, en los que el sexo se vive más (aunque no siempre) como una especie de gimnasia que no tiene por qué tener implicaciones afectivas, los tabúes son de otro tipo. En Austria, el tabú por excelencia es el nazismo. La sociedad es consciente de que hay una amplia masa de personas cuya actitud hacia el régimen nazi es de creciente tolerancia. Incluso, hay un partido que, según las encuestas, es la tercera fuerza política del país, en cuyo programa y eslóganes resulta inconfundible la huella del fascismo (con la inevitable puesta al día que supone cambiar “judío” –otro tabú- por “extranjero”). Sin embargo, tanto esta tolerancia, como esta huella, como la realidad de que el partido alberga en sus filas a muchos simpatizantes del nacionalsocialismo resulta tan agresiva para el corpus de la sociedad que, simplemente, la niega, la convierte en un tabú y actúa como si no existiera para sobrevivir psicológicamente hablando.
Los tabúes se mantienen dormidos, como cargas de profundidad, y no sucede nada si uno no se ve obligado a enfrentarse a ellos. Pero cuando la sociedad no puede evitar que ese enfrentamiento se produzca, o sea, cuando se topa de manos a boca con aquella realidad que quiere ocultar, se producen situaciones curiosas.
Como por ejemplo, la que voy a contar hoy.
Herr Klaschka es un pastelero que tiene su pequeño negocio en el distrito de Mödling. El señor Klaschka no hubiera merecido la atención de la opinión pública si no hubiera sido por una original iniciativa comercial. Herr Klaschka, debió de notar un día que había un cierto número de personas entre su clientela que le pedían, como gag de dudoso gusto o por simpatía política, tartas de cumpleaños con motivos nazis. Dado que esta petición se hizo suficientemente frecuente, Herr Klaschka decidió incorporar al catálogo de dulces que ofrece unas tartas de cumpleaños a la que no les faltaba ningún detalle: desde la divisa de las SS “Mi honor es la fidelidad”, a las cruces gamadas, a un brazo en alto o a un caza de la wehrmacht. La voz se corrió y se sospecha que produjo unas cuantas tortas de cumpleaños con estos motivos.
Al ser el catálogo cosa semipública (a Herr Klaschka le interesaba, como es lógico, captar muchos clientes de su “nicho de mercado”) era una cuestión de tiempo que el asunto de sus peculiares dulces llegase a oidos de aquellos miembros de la sociedad que, en este caso con las mejores intenciones, se han erigido en lo que podríamos llamar “los guardianes del tabú”. Se trata de una asociación llamada “Comité austriaco Mauthausen” entre cuyos objetivos está, natural y muy santamente, que no se repitan (ni se trivialicen) las atrocidades de aquellos oscuros días.
La prueba de que la tolerancia hacia estas cuestiones es cada vez mayor es que Herr Klaschka, en ningún momento, pensó estar haciendo nada malo. Admite el pastelero que la tarta en cuestión es de un gusto más que dudoso, pero le parecería igual de hortera si fuera de Bola de Dragón (por poner un ejemplo de otra gilipuertez a la que hay muchos adultos que son adictos). Las declaraciones a la prensa de Herr Klaschka demuestran también por dónde van los tiros en esto del neofascismo. Dice el contrito pastelero: “Yo no soy racista (antiextranjero, ausländerfeindlich) la prueba está en que hago tartas también para clientes turcos”.
Por último, muestra su arrepentimiento: “Debería haber rechazado el encargo”, dice. Demasiado tarde, nos tememos.
Foto: El pastelero Klaschka (www.kurier.at)
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