3 de Junio.- Estación de metro de Landstrasse. Leo el periódico gratuito Heute en busca de un tema que echarme a los posts. A mi lado, se sienta una señora de la que sólo veo una blusa color amarillo limón. Cuando el tren lleva en marcha aproximadamente un minuto, me saca de la concentración que necesito para leer en alemán un murmullo insistente y molestamente audible.Levanto los ojos del periódico y me doy cuenta de que la mujer sentada a mi lado va rezando suras leyendo de un Corán del tamaño de la palma de una mano. Cuando termina, coge el librito, lo besa y lo vuelve a meter en la bolsa.
Vuelvo a la lectura de la prensa para constatar que está dominada por los comestibles: en concreto los pepinos y el chorizo.
Después de haberse demostrado que los pepinos españoles eran inocentes de haber enviado a varios ciudadanos de Hamburgo a jugar al tute con San Pedro, la prensa austriaca ha destapado un daño colateral de la guerra de las hortalizas. Porque, como el consumidor no hace distingos, no sólo ha dejado de comprar productos provenientes del sur de Europa (La tierra de María Santísima, más concretamente) sino que también está poniendo al borde de la quiebra a los productores centroeuropeos de cucurbitáceas.
Según informa hoy el periódico (es un decir) Heute, ciento cincuenta toneladas de pepinos ¡Ciento cincuenta! Son eliminadas diariamente porque la gente no las compra y, de estar expuestas, se ponen pochas.
-¡Estoy al borde de la ruina! –dice un agricultor vienés. Y el rotativo le presenta cabizbajo, con un pepino en la mano y un par de matas de la sabrosa verdura como fondo.
Se da la circunstancia de que, las cercanías del Cementerio Central, están llenas de invernaderos que abastecen a Viena de las verduras que nos hacen felices a los que disfrutamos comiendo ensaladas.
El chorizo lo pone, aunque sea metafórica y (aún) presuntamente, Karl Heinz Grasser, el marido de Fiona Swarovsky.
Le recordarán mis lectores: guapo, jóven, abdominales pétreos, pelo Timotei y modestia inexistente, el exministro de Economía y colega de la superviviente del Titanic Molly Brown (aquella de la que se decía que siempre se mantenía a flote) la estrella del político austriaco parecía haber empezado a declinar junto con la de su protector más reciente, el millonario Julius Meinl, último de la saga que se remonta al siglo XIX.
En este marco de decadencia habría que interpretar los diferentes procesos abiertos contra Grasser a causa de su peculiar concepto de la ingeniería financiera entendida como una de las bellas artes.
Según han destapado varias sesudas investigaciones, durante la coalición que unió al partido conservador con el FPÖ dirigido por Haider, la cosa pública austriaca fue un patio de Monipodio en el que, quien no robó más de las arcas públicas fue porque no pudo.
Grasser, al parecer, fue uno de los que más tuvo la desgracia de que los billetes de quinientos se le quedasen pegados a las delicadas puntas de los dedos.
La última acusación que pesa sobre él ha sido la de haber evadido impuestos a través de un entramado de sociedades sitas en lugares tan paradisiacos como Gibraltar y las Islas Caimán.
Grasser ha contraatacado, haciendo protestas de su inocencia, sintiéndose víctima de un juicio paralelo, de una campaña orquestada por unos enemigos en la sombra que quieren destrozarle la vida.
¿Y total por qué? Por haber hecho como muchos ciudadanos: dejarse llevar por los consejos de un asesor fiscal poco escrupuloso.
Qué penita más grande, madre.
Deja una respuesta