18 de Noviembre.-¿Sabías que el mito de los vampiros, esos seres que se alimentan de la hemoglobina ajena, pudo tener su origen en Austria? De hecho, según sostienen muchos estudiosos, una de las figuras en las que Bram Stoker pudo basarse para crear a su Conde Drácula fue la de la condesa Eleonore von Schwarzemberg, cuya inexplicable muerte (para el siglo XVIII) dio pie a todo tipo de cábalas a propósito de su afición a morderle a la gente en el pescuecillo.
La lejana antepasada de los vampiros de la saga Crepúsculo nació en 1682 en un castillo cerca de Praga. En la pila de bautismo, el sacerdote le plantificó un nombre de esos que garantizan un riñón bien cubierto y una declaración de la renta como la de las Koplowitz; a saber: Eleonore Elisabeth Amalia Magdalena von Lobkowitz. Eleonore era la hija del príncipe von Lobkowitz, Archiduque de Sagan, y de la marquesa Maria Anna Wilhelmine von Baden-Baden (digo esto no porque tenga ningún interés para mi historia, sino porque los nombres de estas gentes, tan ancien regime, me parecen impresionantes).
A los diecinueve, el día de san Nicolás de 1701, la joven Eleonore se casó con (atención, que viene otro nombre molón) Adam Karl Franz Eusebius von Schwarzemberg que, en el momento de la boda, contaba la tierna edad de diecisiete primaveras.
Durante las tres décadas que duró su matrimonio, la princesa Eleonore von Schwarzenberg pasó por ser lo que, en su época, se entendía por una mujer cultivada. O sea, su poquito de música, su poquito de poesía, su mucho de llevar una casa grande, mucha cacería, mucha recepción y mucho viaje por sus solares con pompa y boato. Parió dos hijos, Maria Anna y Joseph Adam Johann Nepomuk Franz de Paula Joachim Judas Thaddäus Abraham, el cual, como no podía ser de otra manera, heredó más tarde el título de papá.
Sin embargo, la felicidad (o así) de Eleonore se truncó trágicamente en 1732 a causa de un accidente de caza. Según parece, el marido de Eleonora estaba mermando la población de un coto junto al emperador Carlos VI. El monarca divisó una pieza, hizo fuego y, en vez de al jabalí, se cepilló al pobre príncipe von Schwarzenberg, que tuvo la mala fortuna de ponerse en el camino de la bala.
El monarca, eso sí, se portó fenomenal con la viuda y los hijos del difunto y, a modo de indemnización, no sólo se llevó a la corte al futuro príncipe von Schwarzenberg para educarlo bajo su paternal magisterio, sino que le asignó a la viuda una renta anual de 5000 Gulden.
El interés por la vida de Eleonore no hubiera pasado de aquí si no hubiera sido porque, algún tiempo antes de morir, la pobre señora enfermó gravemente. Adelgazó muchísimo, perdió el apetito y empezó a tener dificultades para respirar. Los doctores de sus predios en Krumau le aplicaron los remedios acostumbrados en la época (sangría al canto, polvo de momia y cuerno de rinoceronte molido). Los galenos se asombraron muchísimo cuando la pobre princesa Schwarzemberg no solo no mejoró nada sino que empezó a empeorar a ojos vista. Eleonore decidió entonces hacer lo que parece que a Steve Jobs le costó la vida y acudió a lo que, en su época era la medicina alternativa. Cursó las oportunas (y discretas) invitaciones a los más prestigiosos alquimistas y brujos de su época que se personaron en Krumau y le dieron a la mujer todo tipo de potingues.
Los remedios no surtieron ningún efecto y los sufrimientos de la aristócrata continuaron aumentando. Padecía intensos dolores que le quitaban el sueño. Pasaba las noches levantada y los días postrada en su lastimoso lecho de enferma.
La presencia de los nigromantes en la corte de la doliente, sus extraños hábitos, su insomnio, su pasión por los potingues y por las fuerzas ocultas, no pasaron desapercibidos entre sus súbditos, a los que tanto vaivén de conjuros traía por la calle de la amargura (no sólo eso, sino que, presionada por su falta de descendencia –su primer hijo lo tuvo a los 41- y convencida por sus médicos, la princesa había domesticado una loba, cuya leche, se decía, aumentaba la fertilidad; y el animalito, claro, aullaba en las noches de luna llena que era un gusto).
Los habitantes de Krumau empezaron a tejer una malla de supersticiones alrededor de la desdichada paciente la cual, en la última época y agotados ya todos los cartuchos de la medicina y de la magia, fue llevada a Viena para ver si los médicos de la capital conseguían curarla.
No lo lograron y Eleonore von Schwarzemberg falleció el 5 de mayo de 1741.
Su hijo tomó entonces dos decisiones insólitas para la época: en primer lugar, encargó una autopsia por la que pagó un dineral y, terminada esta, ordenó el traslado de los restos de su madre a una parroquia apartada en donde, según descubrimientos recientes, enterró el cuerpo en una tumba que después selló herméticamente a cal y canto (literalmente, en este caso).
Los médicos del siglo XVIII tenían grandes conocimientos de anatomía pero el funcionamiento efectivo del cuerpo les resultaba un completo enigma. Documentaron los resultados de una autopsia que, para un ojo moderno, no tiene ningún misterio. La princesa de Schwarzenberg no era una vampiresa, sino que padeció un crudelísimo cuadro de metástasis debido a un cáncer de cérvix. Cuando el tumor creció, le ahogó los pulmones y le dañó otra serie de órganos vitales.
Un indicio de que, a pesar de todo, la pobre Eleonore misma pensaba que estaba endemoniada es que dejó dicho que quería ser enterrada bajo una lápida sencilla en la que sólo estuviese escrito: Aquí yace Eleonora, una pobre pecadora, rezad por su alma.
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