29 de abril.- Soy poco consumidor de drogas. No fumo, y el alcohol cada vez me sienta peor, así que procuro beber lo menos posible –cosa complicada en Austria en donde hay ámbitos en los que las relaciones públicas se basan en el consumo más o menos moderado de bebidas alcohólicas-.
En esa etapa tonta de la vida en que pensaba que aún era inmortal y que este cuerpo que me acoge iba a durarme en perfectas condiciones hasta el último día, me mantuve muy alejado de otras sustancias porque era muy consciente del peligro que representaban para la salud pero, también, porque me daba miedo la alienación, el dejar de ser yo, la falta de control sobre mis propios actos que, estoy convencido, es lo que engancha a los que deciden darse paseos por el lado salvaje de la vida y así tomarse vacaciones de sí mismos.
Me daba miedo la fruición, el hambre incontenible, lo que yo llamo el clic. O sea, la conducta compulsiva que hace que, en presencia de un determinado estímulo, no puedas contenerte y tengas que entregarte a algo que te separa del camino que normalmente recorres.
Conozco esta sensación –que no sé si he conseguido explicarle bien a mis lectores en las líneas precedentes- porque, a falta de dependencias químicas, sí que hay otras cosas por las que me pirro y, en presencia de las cuales soy incapaz de decir basta.
Una de esas cosas ante las que no me puedo resistir es la conversación con gente que tenga cosas que decir. Soy un apasionado coleccionista de historias.
Como un entomólogo, ordeno en mi mariposario mental todos los pedazos interesantes de biografía ajena que la gente me va entregando, vibro de emoción con cada frase ingeniosa y, en los momentos de aburrimiento, hojeo ese inabarcable album mental o planeo profundizar en tales o cuales apasionantes historias que van llegando a mis oídos.
Algunas, las que puedo, las cuento después de comprobarlas. Otras, se quedan para mí o para la confianza de mis amigos.
Ayer, durante el segundo día de grabación con el equipo que ha venido a contar cómo es Viena, me lo pasé fenomenal porque tanto la redactora como el cámara son dos de esas personas a las que uno se pasaría escuchando para siempre.
Por razón de su trabajo y, supongo, por su propia inquietud mental, tienen un repertorio de anécdotas chistosas (y otras no tanto) que supongo que es inagotable y que permite reconstruir una historia pequeña, quizá mucho más valiosa que la grande, de los entresijos de cierta capa de la sociedad española que ellos, desde su posición privilegiada, han observado durante tantos años.
Y también otras cosas. Ayer, por ejemplo, por casualidad, rocé una historia interesantísima a propósito de un lugar, el Parque Natural de Cabo de Gata, la cala de El Plomo, vinculado a la historia de mi familia, porque mi abuelo, que era Guardia Civil, estuvo destinado allí. Una de esas historias que hace que te piquen los dedos para llegar a casa y preguntarle a Google. Una peripecia novelesca en la que, sin lugar a dudas, estuvieron implicadas algunas de las personas cuyas historias escuché de niño sin prestar demasiada atención, naturalmente en contextos mucho más inocentes.
Quizá algún día la cuente aquí, cuando haya averiguado algo más. De momento, como agradecimiento por el divertidísimo día de ayer, aquí les dejo a S. y a J. un link a una historia que yo les conté y que salió en este blog en noviembre pasado: la truculenta peripecia de la calavera de Haydn.
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