14 de Mayo.- Al fin y al cabo son siempre los mismos lugares en donde uno es feliz. Ayer por la tarde,tarde más de otoño que de primavera, por cierto, salí a dar un paseo por la orilla de la Donauinsel. Sobre la ciudad, había un techo de nubes algo deshilachadas que ocultaban el sol. De repente, el sol poniente, en su carrera hacia la noche, superó el techo de nubes y encontró un hueco para iluminar al sesgo el río. El agua espejeaba en mil juegos de luz dorada y las personas y las cosas adquirieron un color cobrizo. Al llegar al Waluliso Brücke casi daba miedo apretar el disparador de la cámara porque todo lo que se veía era tan dulce que casi era cursi. Luego, el sol empezó a ocultarse tras la arboleda y los colores empezaron a apagarse. Se hizo más frío el cobrizo, que terminó disolviéndose en azul índigo. En ese momento, el bosque empezó a vibrar con mil batires de alas, empezó a escucharse el piar de los pájaros. A eso de las nueve, el cielo era como los lomos de un rebaño de ovejas cuando se dirigen al aprisco al final del día. Y luego, el silencio.
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