Una noche en la ópera (de Viena)

Placido Domingo
El tenor Plácido domingo saluda esta noche tras la representación de Simón Boccanegra en la Ópera de Viena (A.V.D.)

 

Una nueva rica rusa, tres caballeros borrachines, una niña medio autista y una anciana melómana que sigue a Plácido Domingo como si fuera Bisbal, acompañan al bloguero durante una memorable representación de Simón Boccanegra en el augusto coliseo de la Ringstrasse.

24 de febrero.- Ópera Estatal de Viena. Siete de la tarde. La emoción se palpa en el ambiente. No es un estreno, pero los melómanos acuden al augusto coliseo de la Ringstrasse a ver quizá al único monstruo de la Ópera del difunto siglo XX que queda en activo. Y con las facultades intactas (lo cual elimina a la respetada, pero sumamente disminuida, Montserrat Caballé).

El bloguero se froya, pero se froya mucho, sobre la ocasión. Tiene unas entradas inmejorables. Palco diez. Derecha. Segunda fila.

En un palco de la ópera de Viena caben siete personas. En la primera fila, frente a la balaustrada, se sientan tres. Una fila más atrás, dos. Y, por último, al fondo , se sientan otras dos personas que tienen una visión muy lateral del escenario. Son las butacas de los auténticamente forofos. Aquellos que conocen las óperas de memoria y ponen los ojos en blanco al reconocer un ária especialmente difícil; son, generalmente, atildados ancianos homosexuales que se extasían al revivir las interpretaciones de las divas de los años sesenta. Cuando la ópera era aún ese pasatiempo elitista y, si uno quería apenas rozar el halo inalcanzable de las antiguas estrellas, uno tenía que estar ahorrando durante meses para conseguir una entrada.

Hoy, por suerte (o por desgracia) no es así. Y la ópera se ha convertido en accesible a casi todas las clases sociales.

Conforme se va acercando la hora de la representación, empiezan a aparecer en el palco los ocupantes. En primer lugar, una señora mayor, vestida con una chaquetilla de blonda plateada y una falda negra hasta los pies. Viene con su hija, la cual la deposita en una butaca de la primera fila (no quieran saber mis lectores lo que la hija ha tenido que pagar) y le hace una foto. La anciana está ufana (válgame el pareado). Porque es la primera vez que viene a la ópera de Viena.

Seguidamente comparece una niña que, por la vestimenta, podría ser hija de Zapatero (la pobre). La acompaña su madre. Pronto nos enteramos de que son rusas. La madre viste como todas las nuevas ricas rusas: o sea, de zorrón desorejado. Y esto, señora, no es criticar, que es referir. Juzguen mis lectores: pantalones vaqueros de pitillo, chaqueta de cuero negro, botines con unos tacones altos que derreterían al amante del sado más encallecido, carterita de Chanel (las dos cés entrelazadas que se vean bien, que si la marca es discreta queda probretona). Se completa el conjunto con un móvil Apple de última generación y el imprescindible chicle mascado con ansiedad.

Los terceros ocupantes del palco no son, en este caso, los previsibles caballeros gays sino tres tiparracos (mayores, eso sí) de esos que piensan que la ópera es el salón de su casa.

Se apagan las luces. Plácido Domingo empieza a cantar. Al principio, algo frío (también porque el argumento de Simón Boccanegra, con perdón de Verdi y de maese Arrigo Boito, el libretista, es complicado de cojones, con más trampas que una película de chinos, y al público le cuesta entrar en situación).  Mientras el tenor –esta noche barítono- madrileño se deja los hígados en el escenario, la madre mira el Whatsapp en el móvil, aparentemente indiferente al destino de la república de Génova y de su futuro Dogo. La hija rusa se da cabezazos rítmicos contra la pared del palco. Pasados diez minutos diez de representación, la madre rusa se levanta y sale del palco (la hija sigue dándose cabezazos rítmicos contra la pared). Tres minutos más tarde, la rusa mayor vuelve, le dice algo a la niña casi en un tono de voz normal (la señora mayor la mira con cara de desearle que sus ancestros hayan pasado las de Caín en un gulag de Siberia). Madre e hija cogen sus arreos y se marchan. Entre las dos han tirado por la ventana varios cientos de euros.

En la pausa, los tres caballeros se abren sus cervezas (sic) y, por si no fuera poco lo que ya han hablado durante lo que llevamos de representación, eructan sin ningún disimulo en aquellos momentos en los que el gas carbónico desborda sus curtidos intestinos.

El bloguero y la señora mayor pegan la hebra (las señoras mayores tienen debilidad por el bloguero).

Pues a ver qué pasa ahora en el segundo acto –dice el bloguero.

Pues que Domingo se muere, qué va a pasar –joé, pues ya me ha destripao el argumento, señora; sigue la vieja: yo es que voy a ver a Herr Domingo a todas partes. Y mi hija también.

Es usted una auténtica fan.

Sí, claro. La próxima vez nos toca en Londres, pero canta otra diferente: Nabucco –la señora rebusca en su bolso: ¿Ve usted? –es un programa de mano en el que pone Gran Gala Lírica- fue en Berlín. Me lo firmó y todo –en la portada del programa de mano hay un garabato irreconocible-. La otra vez no me firmó porque jugaba el Madrid. Es que a Herr Domingo le gusta mucho el fútbol –se ríe cascabeleramente.

Se apagan las luces. A pesar de algún que otro molesto comentario de los acompañantes del palco (ya algo achispados) el bloguero disfruta de como un niño de la actuación de Domingo. Y también lo hace el resto del público. Ver a todo el teatro puesto en pie aplaudiendo durante un cuarto de hora pone los pelos de punta.

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Comentarios

2 respuestas a «Una noche en la ópera (de Viena)»

  1. Avatar de Miss Fidget

    ¡Me encanta tu crónica, Paco! En los teatros de ópera se ven personajes interesantes, sí señor.

    Eso sí, vamos a correr un tupido velo sobre las cualidades intactas de Domingo, que recuerdo el unrigoletto y me pongo mala. ¡No me digas que va a cantar Nabucco! Anonadada me hallo. Por cierto, el domingo voy a Múnich a ver a otra diva del siglo XX, que tampoco tiene sus cualidades intactas, pero pienso disfrutar igual.

    Un saludo!

  2. […] qué decir del tercer motivo de legítimo orgullo? La cultura. La Ópera de Viena está a reventar todos los días (en serio), los museos florecen, a nada que haya cuarto y mitad de día de fiesta la gente se pone […]

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