Ayer, por primera vez en mucho tiempo (años, creo) no hubo post de Viena Directo. He aquí la razón.
25 de Agosto.- Uno de los tópicos más al uso entre los españoles (miopes) que viven en Austria es que aquí “no hay marcha” lo cual, suele entenderse subliminalmente como que los aborígenes no saben divertirse y que tienen serios problemas para desmelenarse. Lo cierto sin embargo es que, cuando se desmelenan, los aborígenes saben hacerlo a escala heroica. Una de esas ocasiones anuales para correrse juergas legendarias (y el motivo por el que ayer no hubo Viena Directo) es el Neustifter Kirtag que es, concentrado en un fin de semana largo y a lo bestiajo, como las fiestas de cualquier pueblo de España.
Ejercicios salvajes de integración
El protocolo de actuación en estos casos, sobre todo si uno va con compañía aborígen se resume en dos puntos sencillos. A saber: a) es mejor ir vestido de trachten aunque no es imprescindible; no sé por qué, pero uno se divierte más y b) como es previsible una ingesta alcohólica por encima de lo normal, es mejor tomar las mismas precauciones que para otros deportes extremos. Esto es, ir ligero de equipaje y no llevar cosas encima que, en el caso de perderse, den disgustos.
Mi Kirtag empezó ayer a eso de las siete de la tarde y acabó a eso de las tres y media de la mañana.
Como cuando se reunió la partida era ya bastante tarde, decidimos trasladarnos a la zona cero en taxi. A mí me tocó sentarme en el asiento delantero del mío y, la verdad, como nadie más está leyendo esto, no me da miedo confesarlo: el taxista era una de esas personas que hacen que tus ideales democráticos salten por los aires. Después de media hora hablandome de fútbol (hay gente aquí que piensa con razón que es nuestra industria exportadora más saneada) y escuchando, cada dos minutos, lo siguiente “en España solo hay dos equipos: el Barcelona y el Real (Madrid): cuando no gana uno gana el otro” mi mente entró en bucle y yo solo podía pensar lo mismo que cada vez que veo a Belén Esteban o sea, “a quien se le diga que el voto de este ¡·$%%&&&$? vale lo mismo que el mío…”.
Por suerte el trayecto no fue largo y llegamos justo cuando a mí se me acababan las cuatro cosas que sé de fútbol y que se resumen en que Guardiola fue entrenador del Barcelona y ahora posa en Lederhosen y que el estadio del Madrid se llama Santiago Bernabéu.
No era difícil saber que habíamos llegado a nuestro destino porque, por el principio de la calle del Kirtag pululaba una auténtica muchedumbre de personas vestidas de traje típico (en su mayoría, procedentes de la cadena de supermercados Hofer, que pone a disposición del pueblo llano lo que antes era privilegio del pijerío salzburgués). A la izquierda, por supuesto, un tenderete con globos del FPÖ, porque se supone que a estas cosas no van extranjeros (juás juás). En fin.
Hola amor, hola chica
Se planteó la cena y, para acometer tarea tan importante, buscamos el local al que vamos todos los años, que es una especie de heuriger gigantesco con un traspatio enorme producto, supongo, de sucesivas ampliaciones, el cual patio cubre lo que debió de ser en tiempos la ladera de una colina. El local estaba a rebosar y no era fácil encontrar mesa para ocho personas. Subimos y subimos y subimos y, casi al final del local, lindando con unos setos selváticos, encontramos lugar en donde aposentarnos. El problema era que las camareras estaban completamente sobrepasadas por la multitud. En general, tenían pinta de ser chicas sin experiencia, elegidas más por monas y por tener “mucha leña delante de la choza” (o sea, un canalillo generoso) que por su pericia camareril. Intentamos abordar a una (los aborígenes se lanzaron a llamarla diciéndole “Hola Amor” y “Hola chica” porque, cuando yo estoy, se despipotan de risa haciendo estos chistes privados) y la “chica” y el “amor” les contestó con un bufido. Tras media hora de esperar, el grupo decidió enviar una avanzadilla a las zonas medias del gigantesco traspatio y allí encontró el explorador una mesa, en la que nos sentamos. Nos sirivió una camarera igual de mona que la bufadora pero más sincera que nos dijo que, de provisiones líquidas, nos podía surtir inmediatamente (se pidió una cantidad de vino y de gaseosa que no pongo aquí porque esto lo pueden leer niños, pero que daba sobrado testimonio de lo forrado de plomo que tienen el hígado los aborígenes).
En cuanto a la comida, nos dijo la chica, el tiempo de espera estaba en la hora y media (mucho para beber con el estómago vacío) así que nos aconsejó bajar al bufet. Cosa que este servidor de todos sus lectores hizo sorteando a una multitud que ya empezaba a hablar pastoso. Si las camareras monas estaban fuera, las señoras mayores, o sea, las que sabían algo de servir, estaban en el bufet. Para estos casos, lo mejor es elegir lo más contundente (y graso) del menú, porque ayuda a proteger la mucosa estomacal de la agresión del alcohol (retarda, además la absorción de este en sangre y a uno la batería le dura más).
Tests de flexibilidad de vejiga
Tras la comida uno sintió la necesidad de ir al baño (uno de esos momentos en los que te alegras de ser hombre y de la previsión de la madre naturaleza al haberte dotado de un chisme dirigible entre las piernas). Circunstancia inédita, en los baños del heuriger había una cola gigantesca de fornidos muchachotes deseando desaguar. Por cierto, aparte de fornidos muchachotes había también delicadas damas (o no tanto) que habían tomado posesión del baño de caballeros y lo habían convertido en mixto (o sea, en women friendly). Aquello era una orgía de cánticos y un ejemplo vivo de cómo los borrachos se obsesionan con su churra (no entro en más detalles por no herir sensibilidades). Por fin, le llegó el turno a uno mismo, que se alivió y volvió a su sitio.
Una orquestilla pequeña pero digna de admiración, atacaba con notable brío todos los “rismos de astualidá” combinados con ese picadillo musical que sirven en las radiofórmulas y en el que entra lo mismo Elvis Presley (Don´t be cruel) que Adriano Celentano (Azurro es un jís infaltable del jisparéid austriaco). Ahí ya se vio, eran las once, que la gente había perdido totalmente la capacidad de coordinar brazos y piernas al ritmo de la mamarracha de Lady Gaga y se decidió salir a la calle para seguir la fiesta. La multitud había perdido movilidad y se había cuajado alrededor de los chiringuitos en los que, lo más suave que se podía pedir, era una ronda de aguardientes.
A mí me tocó uno que a mí me supo a alcohol de quemar (probablemente lo era) y que me aseguraban que, en algún momento, estuvo en contacto con una pera. El brebaje debía tener más de cuarenta grados de contenido alcohólico porque aquello quemaba las entrañas al pasar como si fuera un trago de lejía.
A media noche, se apagó la música y Neustift quedó con ese aire huérfano con el que se quedan los espacios cuando la gente, borracha perdida, ve que ha llegado el triste momento de volver a casa. Ellas iban del bracete, melancólicas, el maquillaje borroso, los moños descolocados. A ellos, se les escuchaba decir “te quiero, tío” y se depositaban en las mejillas esos besos que son el testimonio de ese amor sano por sus semejantes que el varón heterosexual, de ordinario y debido a las convenciones sociales, se ve obligado a reprimir.
Yo solo pensaba en el dolor de cabeza que tendría al día siguiente. Por suerte, no se ha presentado.
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