Dos historias de la guerra (y II)

Prater saunaUna de las cosas que más sorprende a los españoles de los austriacos es su cultura de la muerte.

7 de Septiembre.- Una de las cosas que más sorprende a los españoles de los austriacos y viceversa es la respectiva cultura de la muerte. En España, cuando una persona fallece, se la vela (bueno, eso cada vez menos) y se le da tierra en los dos días posteriores al deceso. En Austria, cuando alguien muere, se le tiene en la funeraria (convenientemente refrigerado, por supuesto) por lo menos quince días. Hay mucho que hacer: los parientes tienen que imprimir las cartas para que los familiares y deudos se enteren de donde y cuándo serán las exequias, mandarlas y que lleguen.

Las cartas anunciando que alguien se ha muerto son siempre apaisadas, a veces de ese papel satinado del que están hechas las invitaciones de boda y se diferencian de estas en que tienen un vivo oscuro (marrón o negro) recorriendo el perímetro del sobre. La otra tarde, llegó la noticia de que, a los noventa y un años, había muerto Joseph M. (conocido por sus amigos como Seppie, Pepito). La foto que siempre acompaña estas cartas lo mostraba como el anciano jocoso al que yo conocí, con la llama de cierta picardía en el fondo de los ojos.

Cuando recibí la noticia de su fallecimiento, me acordé de dos cosas: primero, de una pregunta que yo le hice a un sacerdote hace poco.

Joseph llevaba más de cincuenta años con su marido, al que llamaremos J.; los dos eran creyentes y, con ocasión de sus bodas de oro, habían pedido el favor de una misa de acción de gracias que, por supuesto, un sacerdote comprensivo con una historia de amor y vida en común tan larga, celebró (aún haciendo un poco la vista gorda de que la convivencia de Seppie y su J. no se ajustara totalmente a lo que pide el papa Paquirri, pero es que los sacerdotes, si quieren conservar un poco de parroquia, tienen que hacer la vista gorda cada vez de más cosas). Nuestro hombre en La Habana, sin embargo, dijo que él se hubiera negado. En fin, ya sabemos por qué va todo como va.

Lo siguiente de lo que me acordé fue de que Joseph había sido soldado y había estado prisionero en un campo de concentración en Rusia y solo fue a la vuelta del frente cuando conoció a J., en aquella posguerra remendona en la que aquellas cosas se tenían que llevar con discreción (más que nada porque, aunque ahora parezca increible, eran ilegales, como hoy en Rusia).

Yo solo estuve en el piso que compartían una vez (me invitaron a cenar) y siento mucho que fuera cuando mi alemán no alcanzaba para hacerles todas las preguntas que hubiera deseado.

Con los años, Seppie y J. se habían organizado como un viejo matrimonio, un poco como en aquella película de “La Jaula de las Locas”.

J. era la parte que, digamos, hacía el papel de mi abuela Alejandrina cuando mi abuelo vivía (la hospitalidad, la cocina, los anillos y las esclavas de oro tintineantes) y Seppie era como mi abuelo, el señor de la casa. Aquella tarde, cuando J. desapareció camino de la cocina (¡Nevaba tanto fuera aquel día!) Joseph me llevó hasta un valetudinario video VHS y me pidió que se lo revisara, porque él no sabía arreglarlo. Lo necesitaba para poder ver (supongo que solo ver, porque ya entonces pasaba de los ochenta) su colección de cintas pornográficas que había ido reuniendo, más por sentido del deber y de la militancia que por otra cosa, durante sus viajes por el mundo con J.

Las carátulas hablaban aún de una pornografía inocente, hecha para usuarios aún no encallecidos con las brutalidades que han venido después. Las clásicas historias de jovenzuelos en internados ávidos de emociones fuertes y de señores bigotudos con puro enfundados en cuero negro y con la Harley Davidson aparcada a la puerta del bar cervecero.

Yo, con ese puritanismo involuntario que se nos pone a los jóvenes en presencia de la lujuria anciana, maniobré con el vídeo un tanto avergonzado.

Una cinta cuya carátula mostraba a un joven con calentadores, como salido de un video de aerobic de Jane Fonda, se había atascado. Forcé un poco la salida y pimba, el casette con las aventuras del muchacho rubio adicto a las nuevas corrientes de fitness (de los ochenta del siglo pasado) salió sin problemas.

Joseph me lo agradeció en el alma y escondió la cinta justo a tiempo de que no la viera J. (precaución absurda, supongo, porque J. era el que limpiaba la casa). Mi compañía, por supuesto, actuó como si allí no pasara nada (bueno, y pensándolo bien, es que no pasaba nada).

Me quedé con muchísimas ganas de preguntarle por cosas de la guerra. Ahora se ha muerto y ya no lo haré nunca. Pobre J., que solo se habrá quedado después de sesenta años de matrimonio.


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