Slama lama ding dong

MariahilferstrasseEn este país, los cambios tienen mala reputación ¿Siempre está justificada? 11 de Enero.- Como mis lectores saben, porque yo se lo he dicho muchas veces, los austriacos no llevan bien los cambios ni las cosas que escapan de su control. Esta característica peculiar se manifiesta desde en cosas pequeñas, como esa manía que tienen los aborígenes de planificar las citas para tomarse un café con churros con quince días de antelación, hasta en la urticaria que les entra por cualquier decisión municipal (por ejemplo, la peatonalización de apenas quinientos metros de la Mariahilferstrasse).

La profecía autoconclusiva

En muchas ocasiones, el desagrado ante los cambios se manifiesta mediante lo que yo llamo “la profecía autoconclusiva” esto es: si, más o menos alrededor de la fecha del cambio se produce algún tipo de catástrofe o, simplemente, algún imprevisto, ellos, cabreados, van y se ponen: ¿Ves? Te lo dije. Esto pasa por tocar lo que funciona.

Hemos tenido un ejemplo muy cercano hace unos días.

En Mariahilferstrasse, un poquito antes de llegar a la iglesia que le da nombre a la calle, existía hasta hace bien poco una tienda de rancia tradición.

Se trataba de Slama, distinguible por el bonito logo en verde picoleto y blanco, con una elegante tipografía de los años cincuenta. Era la típica tienda de madres, para que nos vamos a engañar. Y de madres, además, antiguas. De esas a las que les gusta “lo dorao”.

Un mundo en extinción

A Slama iba la gente como en mi infancia íbamos en peregrinación a El Corte Inglés. A comprar ajuares de boda, principalmente. Pongamos que tú tenías en tu casa un florero y una visita te lo alababa. “Es de Slama”, decías tú con aire enigmático, y no había más que hablar. Porque el eslogan de la tienda hubiera podido ser “si es de Slama, es que es güeno”.

Slama era un negocio familiar. Esto se notaba, principalmente, en que todas las dependientas eran unas señoras de una cierta edad, vendedoras de toda la vida de esas que todavía conservan la tradición de un envoltorio bien hecho y hacen virguerías con el papel celofán. También se notaba en que las competentes dependientas de Slama sonreían muy poco, y daba hasta cosa preguntarles, porque las veías sufrientes, como si siempre les dolieran las varices de estar todo el santo día de pie aguantando marujas y siempre estaban pastoreadas por un señor medio calvo que las miraba como si aquellas damas de moral intachable fueran a meter mano en la caja y a hacer un desfalco de diez euros para comprarse unas medias de cristal (porque las dependientas de Slama saben aún lo que son unas medias de cristal, porque viven en los años sesenta). Las dependientas de Slama eran unas señoras, eso sí, en las que, como cliente, podías confiar. De esas personas de las que emana conocimiento enciclopédico de lo que están vendiendo. O sea, que podías estar seguro de que se las sabían todas sobre los cuchillos de acero de Solingen, o sobre las teteras de inducción, o sobre cualquier otro chisme doméstico que pudieras necesitar y ellas pudieran venderte.

El apocalipsis de Slama

Pues bien: hace cosa de un mes, Slama anunció que cerraba en Mariahilferstrasse y la dirección del establecimiento –el señor medio calvo, ya saben mis lectores- lo achacó al enorme trastorno que había supuesto la peatonalización de Mariahilferstrasse. Y, al leer el comunicado que la dolida dirección de Slama pasó a los medios, uno tenía instantáneamente visiones de señoras de esas que se tiñen el pelo de lila tomándose tazas de tila con el meñique tieso para intentar quitarse un poco el disgusto “Iesas na, Ingrid, que desde que han hecho peatonal Mariahilferstrasse no hay manera  de venir a esta tienda sin toparse con algún esquínje o algún yupi”.

Lo cierto es que es muy probable que a Slama, más que la peatonalización, la haya matado un cambio brutal de hábitos. Para empezar, la gente ya no compra cosas para no usarlas. O para usarlas poco. Tù le dices al cliente medio de IKEA que lo que acaba de comprar, por muy exquisito que sea, va a poder usarlo solo cuando venga la tía Henriette a tomar café y se te rie en la cara. Para seguir, la gente se casa menos. O se casa igual, en el sentido de que se van a vivir juntos, pero ya hay muchas menos bodas como las de antes, en las que se solemnizaba la ocasión regalando un juego de café o una yogurtera. Y sobre todo, a Slama la ha matado que la gente prescinde de la “autoridad” de una vendedora experta si se puede ahorrar cincuenta euros en un chisme de cocina. Y cincuenta euros por encima del precio de mercado, en el mundo de hoy, es un abismo.

Naturalmente, es mucho más fácil achacarle a la peatonalización lo que, desde el punto de vista empresarial, no es más que un grave fallo de diagnóstico de la competencia.


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Comentarios

2 respuestas a «Slama lama ding dong»

  1. Avatar de Conchi
    Conchi

    Con todo lo que me he pateado esa calle y no conocía esos almacenes. Lo que me ha parecido “komisch” es que en su página web todavía se puedan visitar virtualmente las tres plantas 360º. Era del estilo “Habitat” o “Casa”. Ahora bien, a primeros de diciembre, la calle Mariahilferstraße ya era peatonal a trozos y los peatones no sabían si ir por la calzada o por la acera, y vi a más de un coche multado. A excepción del viernes de rebajas, el resto de días, la calle estaba mucho más “desierta” y “triste” que de costumbre. Espero que estos cortes no afecten a los almacenes “Leiner” porque me encanta subir a la cafetería y disfrutar de una de las mejores vistas de Viena.

    1. Avatar de Paco Bernal
      Paco Bernal

      Hola Conchi! Yo quiero pensar que no es que la calle esté más desierta, sino que los coches hacen mucho ruido. Es un poco como en el Graben que, si vas un sábado por la tarde, se puede oir el vuelo de una mosca. Leiner es una gran cadena, no creo que cierren. Aunque, si no se ponen las pilas, IKEA se los puede comer 🙂

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