La emperatriz Zita: una vida en invierno (1)

SchonbrunnFue una mujer forjada en la desgracia cuyo aspecto frágil escondía una voluntad de hierro. Hoy, hace dos décadas y media, Zita dejó esta vida y entró en la Historia.

12 de Abril.- Después de casi una década contando las quisicosas de Austria, me hace mucha gracia pensar en lo pardillo que yo era al principio. Recuerdo que una de las primeras cosas que hice fue ir al palacio de Schönbrunn –una de las provincias más pobladas de Japón- y, después de hacerme con la audioguía correspondiente, en español –no es una posibilidad frecuente en los monumentos vieneses-  empecé a subir la gran escalinata que da principio a los “toures” guiados con los que se recorre el monumento.

Una voz de mujer, con acento ortopédico –no se me ocurre una manera mejor de describirlo- iba hablándome del “emperador Carlos y de su mujercita”.

¡Cáspita! Pensé yo, qué manera de tratar la emperatriz consorte. Pero no, lo que pasaba, naturalmente, era que la voz ortopédica no había separado dos palabras, o sea “mujer” y el nombre de nuestra heroina de hoy, o sea “Zita” última emperatriz de Austria y última reina de Hungría.

La niña de los diez nombres

Hoy hace veinticinco años que Zita abandonó el reino de los vivos y entró en la Historia, así que he pensado que quizá sería bueno darle una vuelta a la biografia de una mujer de las que ya no quedan (no se sabe si para bien o para mal). Empezando por la niña que fue, siguiendo por la jovencia de mirada un tanto aviar que nos observa, fija para siempre, desde los retratos de otro siglo y terminando por la viejecita vestida de negro que no tenía nada de vulnerable y escondía un carácter de hierro.

La emperatriz Zita vino al mundo (a otro mundo muy distinto de este nuestro) el 9 de mayo de 1892 en Camaiore, en el norte de Italia. Fue la quinta hija de un matrimonio que tuvo doce en total: el formado por el príncipe Roberto de Parma (el cual, al casarse ya tenía doce churumbeles de su primera esposa, a la que debió matar de agotamiento) y la princesa Maria Antonia de Portugal. Hija del Rey del país de los fados y de Adelaida de Lowenstein-Wertheim-Rosemberg. La chiquilla, o sea, tenía pedigrí. En la pila, le pusieron a la niña tamaña ristra de nombres. A saber: Zita Maria delle Grazie Adelgonda Micaela Raffaela Gabriella Giuseppina Antonia Luisa Agnese.

Desde el principio, Zita creció en un ambiente muchilíngüe. A ver si no nos perdemos: con su padre, hablaba francés, con su madre, e italiano y, de vez en cuando, en alemán. Cuando a la niña le preguntaban de dónde era su familia,lo mismo que a otros nos preguntaban que a quién queríamos más, si a papá o a mamá, Zita decía siempre:

-Somos una familia de príncipes franceses que han reinado en Italia.

Una niña de las de antes

Los padres de Zita no creían en la infancia ni esas zarandajas, así que pusieron a trabajar a la pequeña como una esclava desde muy pronto, dándole una educación estricta, completa, y que no le debió dejar mucho tiempo para perderse en juegos.

Como primera medida, la metieron interna en el convento saliesiano de Zangberg, en Baviera, en donde terminó por dominar el alemán –no le quedaba otra, claro-.

Allí recibió una sólida formación religiosa católica –en la familia, solo por el número de hermanos que eran, veinticuatro, se puede colegir que eran tirando a beatones-. Además le inculcaron la importancia de la humildad, del sentido del deber y de la disciplina al tiempo que le enseñaban matemáticas, geografía, ciencias naturales y música. Los ratos libres, los ocupaba también bordando, cosiendo, y aprendiendo todas las cosas que se suponía que debía dominar un ama de casa de su época.

Cuando terminó su formación en el convento bávaro su familia pensó que Zita estaba madura para otra experiencia aún más extrema, así que la mandaron a la isla de Wight, en donde (oh, planazo) no solo tuvo la impagable oportunidad de iniciarse en los misterios del canto gregoriano, sino que también aprendió teología y filosofía. La isla de Wight sería, a la postre, transcendental para el futuro de Zita, porque, ya fuera por el clima o por la comida inglesa, cuya asquerosidad es conocida a nivel mundial, la salud de Zita se resintió. Tanto que, al visitarla, su tía Maria Theresia se llevó un susto de aúpa al ver la cara que tenía, y decidió que aquella muchacha lo que tenía que hacer era dejar los libros (empeñados en el Monte de Piedad, como Fonseca) y pasar una temporada de vida sana en un balneario. Concretamente en el de Franzensbad.

Allí, conoció en 1908, a la tierna edad de 16 primaveras a su alma gemela, al también beato –desde la intervención de Ratzinger en más de un sentido- Carlos, futuro emperador de Austria.

En realidad, habría que decir que se “reconocieron”, porque Zita y Carlos habían trabado relación ya en sus respectivas infancias porque el niño Carlitos pasaba sus vacaciones en el castillo de los padres de Zita en Neunkirchen, en el sur de Baja Austria.

De sus amores y de otros interesantes pormenores, hablaremos en el próximo capítulo de esta serie.


Publicado

en

por

Comentarios

2 respuestas a «La emperatriz Zita: una vida en invierno (1)»

  1. […] de Abril.- Dejamos el sábado a la joven(cita) Zita hecha polvo por la asquerosa dieta inglesa y a punto de conocer al que sería el amor de su vida: […]

  2. […] la Bestia”). En la foto, el schloss Eckartsau, lugar en donde el último emperador, Carlos y la pobre(Zita) de su mujer pasaron sus últimos días en Austria y en donde firmó el “pause” a la […]

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.