El otro día, dos amigos míos recibieron una paliza, a plena luz del día y en una zona céntrica de Viena. Como vecino de esta ciudad, el hecho me ha dado muchísimo que pensar.
17 de Abril.- La Real Academia define el adjetivo capcioso de esta manera: “Dicho de una pregunta, de una argumentación, de una sugerencia, etc.: Que se hacen para arrancar al contrincante o interlocutor una respuesta que pueda comprometerlo, o que favorezca propósitos de quien las formula”.
Ubi irritatio ibi fluxus
El otro día, leí en un periódico vienés de los llamados “serios” un artículo que me indujo a reflexionar–aquellos de mis lectores que dominen la lengua de Andy (Ci)Borg pueden leerlo aquí, a los que no, se lo resumo-.
Empezaba nuestro plumillas dando fe de la existencia de ciertos libros/fenómeno/escándalo escritos “a contracorriente” tales como libelos racistas, sexistas u homófobos pergeñados por pájaros de cuenta como el tal Tilo Sarrazin.
Sostenía el articulista que, quizá, la existencia innegable de un público más que amplio para ese tipo de detritus se debía a que las personas que informan/informamos a propósito de cómo va el mundo, tocamos con más frecuencia de la deseable temas y describimos estilos de vida que al ciudadano medio no le interesan en absoluto, porque están totalmente alejados de su experiencia diaria.
¿Por qué hablar –sostenía el articulista- de la discriminación que sufren determinados colectivos que no representan muestras amplias de la población? ¿No será más interesante para el lector medio si los periodistas dedicasen más espacio a temas como la precariedad de los puestos de trabajo, a la pérdida de poder adquisitivo de los salarios o a la carestía de los alquileres?
Detrás de la redacción del artículo había una argumentación tan falaz pero, al mismo tiempo tan eficaz y tan sutilmente expuesta que a mí, francamente, me dejó confuso.
Porque el articulista sugería que las personas que escriben para el público y que, por tanto, dirigen la atención de la masa hacia tales o cuales temas ponen el foco en cosas, como la discriminación que sufren los homosexuales que, por afectar solo a “una minoría” no deberían tener cabida en medios dirigidos a un público general.
Detrás de esta argumentación, naturalmente, había también un sibilino reproche de orden social. Los periodistas del rotativo progresista de la competencia –sugería el articulista conservador- eran personas procedentes de clases con la vida resuelta y que, por lo tanto, no tenían cosas más importantes de las que ocuparse que de si gays y lesbianas son discriminados o no.
El artículo, ya digo, me dejó confuso y, en un primer momento, incluso yo encontré motivos para acusarme de parte de los defectos señalados.
El lujo de pensar y lo moderno
Yo hablo bastante a menudo de los derechos de gays, lesbianas, transexuales y bisexuales; lo mismo que hablo también sobre la desigualdad de trato que sufren las mujeres. Creo que mis lectores tienen elementos de juicio suficientes para saber cuál es mi posición al respecto en los que parece que está todo conseguido pero en los que, en realidad, estamos empezando.
Y, en contra de lo que cree el articulista de Die Presse, creo que es muy necesario seguir haciéndolo.
Aunque solo sea para que no se rompa la frágil burbuja de tolerancia y libertad de la que disfrutamos por lo menos en una parte de Europa.
Porque lo falaz del argumento está exactamente en eso que sugiere el articulista de que, determinados problemas, por afectar a minorías “no tienen importancia” (informartivamente hablando, por lo menos).
Asimismo creo que el grado de desarrollo de una sociedad se mide muy bien por el trato que dispensa a las minorías que conviven en su seno (por otra parte ¿No somos todos parte de alguna minoría?).
Y creo también que los problemas de las minorías son los problemas de la sociedad entera. Y por eso, como escritor que todos los días se lía la manta a la cabeza y escribe un artículo, me gusta pensar que escribo para ti, que eres parte de una minoría. Porque alguien que pertenece a una minoría es esa persona que se sienta al borde del camino a mirar pasar la procesión de los que se creen pertenecientes a una mayoría, y se pregunta sobre lo que está viendo.
Y creo que ese sentarse a mirar y hacerse preguntas, que es lo que hacemos tú y yo todos los días, no solo es lo más noble que hay, sino que es lo moderno y, por lo tanto, lo que toca hacer.
Una agresión homófoba en Viena (¿O no solo?)
Dicho esto: el otro día, dos amigos míos, una pareja gay, recibieron una paliza, a plena luz del día y en una zona céntrica de Viena. La única cosa “extraña” que habían hecho era ir de la mano por la calle, como tantas parejas de novios.
La cosa fue así: llegaron tres indivíduos de unos veinte años y les hablaron con fuerte acento del este. Dos, se quedaron detrás, cortándoles la huida. Otro, les vino de frente y les preguntó: “Seid ihr schwul?” (¿Soys maricones?). Acto seguido y, sin mediar palabra, la emprendieron a patadas y a golpes con ellos. Los dos acabaron en el hospital (y la cosa no fue peor gracias a la rápida intervención de la policía vienesa, a la que avisaron varios viandantes). Probablemente, sin embargo, lo que mis amigos llevaban más herido tardará mucho más tiempo en curarse.
La agresión que sufrieron mis amigos puede y debe analizarse desde varios niveles.
Fue, en primer lugar, el fruto del bombardeo ideológico que los agresores han sufrido desde la infancia. Un atornillamiento mental que lleva a estas personas, procedentes de la Europa del este y de Turquía (que, de hecho, deben de tener contactos muy limitados con la realidad del país que les acoge, en donde estas cosas distan mucho de ser moneda corriente) a ser cerrilmente machistas y, por lo tanto, homófobas.
Son personas que han crecido en entornos en los que la educación está muy lejos de ser laica y en donde la religión y la escala de valores anticuada y discriminadora impuesta por ciertos sectores del clero tiene aún una presencia en la sociedad que, en mi opinión y por lo menos para esto, es mucho más fuerte de lo deseable.
Y, por cierto, que nadie vea en esto un reproche racista o xenófobo. Hay una parte de austriacos que actuaría como estos cafres, pero que no lo hacen, no porque no piensen igual, sino porque no se sienten impunes (por suerte).
En segundo lugar, fue una agresión con clarísimos tintes económicos y, utilizando la terminología marxista, “de clase”.
Un estereotipo que puede resultar mortal
Gracias a periodistas como el de Die Presse que citaba al principio y quizá también con la colaboración de los propios gays, se ha extendido sobre los homosexuales el estereotipo que, también, existía sobre los judíos en la época de Hitler. Esto es: los gays son una minoría privilegiada, que disfruta de un nivel de vida alto, que tiene acceso fácil y frecuente a la cultura (ah, los imbéciles siempre ven la cultura como un lujo), que forman una red de solidaridad mútua destinada a perpetuar su situación privilegiada y que son moralmente decadentes hasta cierto punto.
Probablemente, si se preguntase a un grupo de personas elegidas al azar sobre los gays, la mayoría de la gente los encuadraría en esta burguesía media-alta y aquí se podría citar el chiste que corría por España y que describe perfectamente la situación, el precio que los gays han tenido que pagar por ser aceptados por el mainstream hetero.
El chiste dice así: en una chabola de un poblado marginal, llegaba un gitanillo y le decía a su madre: “jaaa mama, que soy gay” y la madre le contestaba “anda ya, déjate de tonterías: lo que tú eres es un maricón de mierda”.
Probablemente, los tres agresores no solo veían en mis dos amigos a dos “pecadores”(ya sea contra el orden natural, como sigue sosteniendo la Iglesia o contra cierto concepto de la masculinidad), sino también a unas personas que disfrutaban de una vida a la que ellos, como Hitler, nunca podrán aspirar.
La agresión fue pues, también, la venganza (inútil, infantil) de unos resentidos sociales. Un pleito de pobres contra los que consideraban “ricos” (tengo que aclarar que mis dos amigos son personas que tienen trabajos normales y vidas que distan lo normal de ser opulentas)
Y volvemos al principio: al articulista de Die Presse.
En mi opinión, el problema no es que los periodistas hablemos de problemas que afectan a “minorías” y, haciéndolo, le demos a esas personas que sufren una atención desproporcionada que, para colmo, les convierte en dianas de los cafres. El problema es que los periodistas no encontramos la manera de luchar con eficacia contra la barbarie de esa parte de la Humanidad que es incapaz de digerir la tolerancia y el respeto que, necesariamente, son parte de la modernidad.
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