Una mañana en Viena con don Diego

Saint LazareCualquiera que se ocupe de la figura humana en el arte debe volver a él, como a beber de una fuente de sabiduría que nunca se seca. Diego Velázquez, en Viena.

23 de Diciembre.- En 1990, estando yo en el primer curso de mi bachillerato, fui al Museo del Prado a ver la magna exposición de Velázquez que solo ha superado la de 2013. Aún entonces –no tenía yo todavía quince años- recuerdo la conmoción estética que aquellos cuadros fueron para mí.

En aquella ocasión, con el dinero que llevaba para el bocadillo compré dos postales algo más grandes de lo normal y de una gran calidad: una, representa La Fragua de Vulcano, la otra, Las Meninas. Hasta que me vine a vivir a Viena, o sea, durante quince años, fueron lo primero que vi al despertar y lo último que vi al acostarme. Ambos cuadros, uno en original y otro en una reproducción fotográfica, los he vuelto a ver hoy.

El Museo de Historia del Arte de Viena (el Kunsthistorisches Museum) acoge casi toda la exposición que hizo el año pasado las delicias de los madrileños. Llevaba tiempo inaugurada pero, por diferentes razones, yo no había podido ir a verla todavía. Hoy, aprovechando un hueco, he cogido el tranvía y me he acercado. Como español y, además, como español interesado por el arte, uno crece rodeado por imágenes de los cuadros de Velázquez. Hoy, delante de mi cuadro favorito, he pensado en qué me pasaría a mí si viera aquel cuadro por primera vez y, con esos ojos frescos, he observado La Fragua de Vulcano en donde, en mi opinión, está una de las mejores cabezas de la Historia del Arte (la de la cuarta figura empezando por la izquierda). Al apagar, conscientemente, todos los recuerdos, todos los resabios académicos, todos los ecos, de pronto, el cuadro ha resplandecido como lo que es: una obra de arte total, intemporal, siempre poliédrica, que se puede mirar incansablemente, como se mira el mar.

La astucia de esta exposición, además, es la de hacer resaltar el enormísimo talento de Velázquez para crear retratos de una penetración psicológica alucinante y una calidad técnica que solo ha superado, quizá, Lucien Freud o Bacon, mediante la exposición paralela de copias de los mismos cuadros realizadas por pintores contemporáneos suyos, como su yerno, el excelente artesano Martínez del Mazo. Al lado de los lienzos originales, las copias de Juan Bautista del Mazo parecen, más que copias, falsificaciones. Si uno no hubiera visto el original, bueno, tendrían un pase. Pero al lado de los auténticos Velázquez uno no tiene más remedio que darse cuenta de que Velázquez creó para sí un lenguaje con su propia lógica del que los pintores (todos los pintores, aunque no lo confiesen) siguen bebiendo hoy en día. Colocados junto a los Velázquez, por ejemplo, el retrato que Antonio López hizo del Rey Juan Carlos y de su familia es uno de esos retratos cursis al pastel que se hacían en las tiendas de manualidades cuando yo era pequeño. Las miradas en los cuadros de Velázquez, aunque no se dirijan al espectador, son sólidas, jugosas, llenas de sobreentendidos, de palabras. Son miradas de persona y parece que las figuras solo callan por obra de algún extraño sortilegio que las tuviera embrujadas dentro del cuadro.

Como fotógrafo, soy un gran admirador de Velázquez y me esfuerzo en el objetivo inalcanzable de que en mis retratos haya huellas del pintor sevillano. Cualquier fotógrafo o, en general, cualquier artista que se ocupe de la figura humana, no tiene más remedio que volver a Velázquez, una y otra vez, para ver con qué respeto trata a sus modelos, cómo los rodea de aire para que la figura “respire”, de manera que un par de centímetros más de fondo arruinarían la composición y un par de centímetros menos la estropearían también porque asfixiarían al retratado. Cómo trabaja el fondo y los contrastes. Como, voluntariamente, los modelos están retratados austeramente, sin acudir a poses, de manera que uno tiene la sensación de que el retratado es más verdad que la vida misma y más humano que la humanidad misma. Velázquez, aún siendo un pintor que se ocupó de cuadros de gran formato era insuperable en pinturas de pequeño y mediano formato: el modelo de medio cuerpo, de frente o en un ligero escorzo, con los ojos puestos en el espectador. La elegancia inmensa de esos fondos grises, ligeramente plateados, que deleitan sin molestar.

Delante de la Fragua de Vulcano, se me ha puesto la gran sonrisa que a uno se le pone cuando ve acercarse, de lejos a un amigo al que quiere mucho. La gente, sin detenerse, sin mirar, pasaba por delante de la pintura. No saben lo que se perdían.

NOTA: La exposición Velázquez estará en el Kunsthistorisches hasta febrero del año que viene.


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Comentarios

Una respuesta a «Una mañana en Viena con don Diego»

  1. […] la mirada puesta en el infinito, el hombre sujeta, en una de las manos flexionadas, un cordel. A mi juicio es un retrato muy clásico, en el mejor sentido del término. En la fotografía no se ve, claro, pero de los extremos del cordel cuelgan los picos de una sábana […]

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