La realidad llega a Austria

UcranianaEs muy fácil justificar según qué cosas si uno no se enfrenta a las contundentes preguntas de un niño de ocho años.

26 de Diciembre.- Una de las cosas que te suceden cuando pasas suficiente tiempo en Austria es que, de alguna forma, te contagias de la placidez del ambiente y no puedes dejar de pensar, como piensan la mayoría de los austriacos, que este país es una especie de Shangri-la, a cuyas puertas los problemas siempre llaman, pero a donde nunca llegan a entrar. A veces, sin embargo, basta la curiosidad de un niño durante el día de navidad para que esa ficción (porque es una ficción) se derrumbe.

A., es el hijo de unos amigos. Es un niño listísimo y muy bueno (lo sé, porque he hecho con él un viaje de catorce horas en coche, ida y vuelta, y el angelito no se quejó en ningún momento), le encanta jugar al fútbol y le apasiona la geografía. Jugar con él, consiste básicamente en mirar mapas y en contarle historias de los sitios a los que, de mayor, le gustaría ir. El padre de A. es austriaco y su madre de Ucrania (de hecho, yo estuve en Ucrania, país al que espero poder volver, de su mano y fueron ella y su familia quienes me acogieron allí y las que me hicieron enamorarme de aquel hermoso país). Con A., su madre y su padre, vive Y., tío de A. por parte de madre. Un hombre joven, de menos de treinta años que es un as de la informática.

Ayer por la tarde, fuimos a ver al abuelo austriaco de A., que es un señor lo suficientemente mayor como para haber conocido una guerra mundial –de hecho, estuvo preso en un campo de concentración no de los alemanes, sino de los comunistas yugoslavos del mariscal Tito-. Escapó y llegó a Austria en compañía de otros dos compañeros de cautiverio. Durante muchos meses, el abuelo de A. no supo si su familia vivía o si él era el único que había sobrevivido a la barbarie. Hasta que la Cruz Roja, en aquel desorden sangrante de la posguerra, pudo volver a ponerles en contacto.

A., estaba nervioso. Sus abuelos de Ucrania habían venido a verle y, al día siguiente –hoy- tenían planeado llevárselo para que pasara las navidades ortodoxas con ellos. Los abuelos de A. viven en Lemberg –Lviv en Ucraniano-, una ciudad que fue antiguamente austriaca –en ella nació, por cierto, el coronel Redl– y que está en la parte occidental de Ucrania –occidental y, por lo tanto, proeuropea-. A la vuelta de ver al abuelo, A. no dejaba de hablar del viaje. En él se mezclaban las emociones. Estaba muy feliz porque Ucrania le gusta pero estaba también nervioso por si, en algún momento, se iba a encontrar con la guerra. La guerra le daba miedo. Nosotros, en el coche, volando sobre la autopista nocturna, tratábamos de convencerle de que no hacía falta que se asustase, porque la guerra, en Ucrania, estaba justo al otro lado, muy lejos de donde él iba a estar jugando con sus primos, en la dacha de sus abuelos.

Le preocupaba también cómo iba a volver a Austria, al colegio. Su madre le explicó que sus abuelos le acercarían a la primera ciudad antes de llegar a la región de los Cárpatos –región, por cierto, en cuyas carreteras, en invierno, solo se adentran los conductores muy experimentados, como el abuelo ucraniano de A.- y que allí le recogería su madre.

-¿Y el tío Y., no va a venir a recogerme? –otras veces ha sido R. el que ha hecho este viaje.

-No, el tío Y. no puede viajar a Ucrania.

-¿Y por qué?

-Porque si va a Ucrania a lo mejor podrían obligarle a que fuera a la guerra.

-¿Y a papá, no le pueden obligar a luchar en la guerra? –preguntó A. con la angustia anudada a la garganta.

-No, porque papá es austriaco y el tío Y. es ucraniano.

Al niño no le entraba en la cabeza que solo por ser ucraniano alguien tuviera que ir a matarse con otra gente. Se hizo un silencio en el habitáculo del coche porque la verdad, a estas alturas de la Historia de la Humanidad, a nadie debería entrarle en la cabeza la idea estúpida de que la gente se mate y que haya gente que, naturalmente desde sus casas, naturalmente en abstracto, justifique semejante atrocidad. Claro, que también es muy fácil hacerlo cuando uno no ha tenido que enfrentarse a las contundentes preguntas de un niño.


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