Fiesta, música, alegría, buen rollo, cuerpos de escándalo y hasta el descubridor del infierno (está en Siberia) ¿Te vienes conmigo al Lifeball?
16 de Mayo.- Conforme empiezo a escribir estas líneas, mientras se cargan las fotos que servirá de ilustración a este reportaje, el Lifeball ha quedado oficialmente abierto. Ha sido una ceremonia larga (casi cuatro horas) que, digámoslo así, ha sido una montaña rusa de emociones.
Las mías han oscilado entre el orgullo, un gran orgullo, de ser europeo, de pertenecer a la tradición que ha dado a Beethoven y a Klimt y, la verdad, un poco de apuro, de ese pudor que se siente por otras personas cuando uno piensa que, de verdad, están haciendo un papelón en público.
El Lifeball es uno de los eventos más importantes que se organizan en Viena y es, sin duda, uno de los eventos que, junto al baile de la Ópera, coloca a Viena en el mapa. Es, como el Baile de la Rosa de Mónaco, como la Superbowl o como el carnaval de Río de Janeiro (salvando las distancias). En el Lifeball participa la mezcla de belleza, nobleza, demagogia y pequeñas miserias que se mezclan en todas las cosas en las que participa gente que, estando forrada, desciende a hacer algo por las personas menos favorecidas. En realidad (lo pensaba yo hoy, mientras veía salir a Dita Von Teese y a Sean Penn del Hofburg, pasando por uno de los pocos vestigios que quedan en Viena de los Austrias españoles) es una gran función de teatro en la que todos los que participan saben que lo hacen solo para hacer bonito. Y se consuelan pensando en los millones de euros recaudados. Y eso es una antigua tradición que, en este mundo, que es cada vez más feo, se está perdiendo lamentablemente.
El Lifeball es, además, un gran escaparate de todo lo creativo que la comunidad gay puede ofrecerle al mundo en general.
No todos los que participan en la organización son homosexuales, naturalmente, pero alrededor del Lifeball se concentran los heteros gay friendly, las mariliendres de todas las edades (esas mujeres, generalmente feillas o generalmente desengañadas del amor que encuentran en los hombres gays una especie de hombres de fogueo que ni pinchan, ni cortan, ni causan más dolor que el que pueda causar cierta tendencia a la maledicencia) y, por supuesto, todos los que quieren contagiarse del aura de modernidad que la comunidad gay proyecta.
Es verdad que también, en menor medida, el Lifeball también es un imán para los que, como la madrastra de La Bella Durmiente, no se sienten invitados a la fiesta. Por ejemplo, un pequeño grupo de fanáticos que, enarbolando una bandera en la que se leía “San Leopoldo, reza con nosotros” rezaban el rosario en sufragio de los que, haciendo fotos o, en general, participando de la fiesta, nos lo estábamos pasando de rechupete.
Parecía, de verdad, una escena de una peli de Ulrich Seidl.
Yo, de verdad, he estado a punto de acercarme para que alguno de ellos (quizá el sacerdote que los capitaneaba) me explicase qué porras de daño hacían los participantes del Lifeball. Si a Dios no le gustara que hubiera gays o que el Lifeball se celebrase, siendo como es omnipotente, lo tendría chupado. No tendría más que manifestarse en una forma que no dejara dudas de su autenticidad y decir:
-¡Coñío ya, joé! Esta depravación se ha terminado. Todo el mundo a casa a rezarme padres nuestros.
Y hacer ¡Puf! Y volatilizarse en el aire, como el genio de Aladdin.
Pero lo cierto es que Dios, de momento, no se ha pronunciado y Conchita (que sea así por muchos años) puede seguir cantando.
Tampoco, por cierto, se ha pronunciado contra el Estado Islámico ni contra el SIDA (de hecho, para confusión pública y, sin ninguna duda, al objeto de probar nuestra Fe, permite las dos cosas) debido a lo cual, los seres humanos nos tenemos que remangar y tratar, con eventos como el Lifeball, de paliar un poco las desgracias que asolan el planeta y que diezman a los seres humanos (muchos de ellos dejados de la mano de sus gobiernos).
El papelón, que casi se me olvida decirlo, ha sido el de Gary Kezsler, organizador del asunto, su cabeza y su alma, que ha dado un discurso inconexo (un poco en la línea de aquel que dió Alfredo Landa, que en paz descanse el pobre, en los Goya) que se ha visto bastante cortado por las lágrimas que ha derramado por un colaborador muerto (un pobre hombre que, en vida, atendía por Hörstl). Los comentaristas de la ORF se han mostrado bastante conmovidos (cuando han reaccionado, claro, porque la verdad que ha habido como diez minutos en que no sabían qué hacer) pero lo cierto es que ver a aquel hombre, delante de miles de personas, diciendo cosas sin una hilazón, oscilando entre el clínex y el no se me ocurre un pijo qué decir, la verdad es que daba bastante cosa.
Por lo demás, Alfons Haider, esta vez sin Mirjam Weichselbraun, que está preparando lo de la semana que viene, ha hecho gala de la profesionalidad de costumbre, aunque las entrevistas han sido todas un poco micromachins (la velocidad, señor Haider, no siempre tiene que ver con el ritmo) y yo, como otras muchas veces, me he hecho esta pregunta ¿Por qué, pero por qué c*jones, los austriacos, cuando hablan en inglés, son incapaces de pronunciar la V y dicen, insistentemente (por ejemplo) “Uiena”? Es casi como cuando Til Schweiger dice “cafe” en vez de “café”. Dan ganas de tirarle un zapato a la tele.
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